Claudia Carrasco.
(18/10/2021)
La Gran Vía, casa del ruido abrumador y las hordas de gente con mucha prisa y poco rumbo. El Teatro Lope de Vega, acostumbrado a las miles de personas que llegan temporada tras temporada a ver a Simba, Timón y Pumba en acción.
Una sala mítica, con su platea y sus palcos, en los que los timbales descansarán por esta noche. Esta sala no verá hoy números musicales complejos ni una escenografía extravagante, dejará de lado la Sabana africana para adentrarse en un remanso de paz noruego.
Cuando Eirik Y Erlend aparecen en el escenario parecen pequeños, en contraste con todo lo que abarcan los aplausos que les reciben. Una entrada sencilla, como su música, sin grandes gestos ni discursos, pero que llama a la observación. Nos dan las gracias por la acogida y con el primer acorde todo lo demás se desvanece.
Y es que la música de este dúo es tan delicada que pronto hace que los que abarquen todo en ese suspiro que son sus canciones sean ellos, y seamos el público los que nos sintamos pequeños. Nos dejamos sobrecoger por esa armonía perfecta, entre las voces y sus guitarras, y nada más, tan simple y tan precioso que moverse es impensable y el silencio absoluto parece obligado.
Pero pronto nos damos cuenta de que por sensible que sea esta música, no es frágil, es más fuerte que todos los que estamos allí y lleva años nutriéndonos. Probablemente, al igual que yo, en la última década muchos pensaron que ya no tendrían la oportunidad de poder escucharla en directo, pero lo que Kings of Convenience «ha construido es más grande que la suma de dos» y por suerte para nosotros «nos encontramos de nuevo después de varios años de separación, seguimos adelante».
La emoción empieza a ser irrefrenable y pronto empiezan las palmas y los movimientos discretos, y continuamos dentro de esa magia. Supongo que no sería yo la única a la que se le escapó alguna lagrimilla, pero aunque los temas de esta banda tienden a la melancolía y la reflexión, no todo es eso, y es que parece que al dúo se le da muy bien mantener al público expectante. Primero llamándonos arrítmicos sutilmente, cuando las palmas no cuadran con la música, en parte culpa del público y en parte del eco de la sala. Nos piden amablemente que en vez de aplaudir chasqueáramos los dedos, más sutil y más seguro, además de permitir que la música siga escuchándose.
Nos convertimos en su batería particular, porque como nos cuentan, mucha gente les ha escrito durante los años ofreciéndose para el puesto, pero ellos prefieren tocar con la audiencia.
Pero las sorpresas no terminan, creo que cuando vas a un concierto así te esperas entrar en una suerte de trance, quedar hipnotizado por la melodía, pero no esperas risas, no esperas cantar a coro ni que te inciten a bailar, y no te esperas a Erlend preguntando a una fan que le había pedido matrimonio en un grito desesperado, que si estaba segura de que quería casarse con él.
En un arrebato de curiosidad preguntan si alguien ha viajado para estar ahí, y en ese momento lo que es probablemente más de la mitad de la sala levanta la mano, una chica es de Méjico. Nos explican que según Spotify allí es donde tienen la mayor base de oyentes. También nos dan las gracias por aguantar con las mascarillas puestas para que ellos puedan estar ahí.
Y así entre canciones armónicas y frases cortas se pasa el tiempo, en un momento se van, pero todos sabemos que no es el final del concierto y seguimos aplaudiendo hasta que llega el bis, y ahora sí, sin saber muy bien cómo, aún en ese trance que comentaba antes, llegan las tres últimas canciones.
Y nosotros «no podemos parar de escuchar el sonido de dos voces combinadas a la perfección», hasta que lo único que queda es el ruido de los aplausos, las luces apagadas, una sala vacía, y Gran vía, que ahora parece más en calma que nunca, aunque eso se debe más al hecho de que es un lunes y son las once de la noche.
Y yo me quedo preguntándome si volveré a formar parte de algo tan bonito.