Claudia Carrasco.
Mitad de noviembre del cuatrimestre más condensado de la historia de mi carrera. De esos momentos en la vida en los que vas de un lado a otro sin tener realmente el poder sobre lo que estás haciendo. Despersonalización dicen que se llama. Moviéndome de trabajo en trabajo intentando dar a basto.
Miércoles quince de noviembre. Por la mañana tenía el visionado del primer trabajo del ciclo de fotografía, después corriendo a la universidad para comer rápido y llegar a clase. Lo suyo sería que después de clase me lo tomara con calma para ir al concierto. En lugar de eso fui a la Complutense, había quedado allí con mi amiga para ir juntas cuando ella saliera de clase, dejaríamos las cosas en su coche e iríamos en metro. Solo había un pequeño inconveniente, le dije, tenía que editar unas fotografías de un práctica del día anterior y mandarlas, no tardaría nada. Un poco de agua con sabor a fruta y me puse a editar, en mitad de la facultad de bellas artes y casi sin luz. Nos habían desterrado ya de la cafetería porque era la hora del cierre, no debía de haber muchas más almas por la facultad. No tardé apenas, pero eso nos hizo ir corriendo y cruzando los dedos por el metro de Madrid deseando que nos fuera favorable. Tuvimos suerte.
La valentía y la estupidez a veces se confunden. Esa vez fuimos algo estúpidas, pero no deben de juzgarse las ideas brillantes que surgen en momentos de necesidad y estrés. Habíamos dejado los abrigos en el coche para no tener que cargar con ellos durante el concierto, así que llegamos a la sala La Riviera escopetadas desde del metro para no morir congeladas.
Y empieza uno de los poco momentos de auténtico disfrute que había tenido desde septiembre, el siguiente sería ese mismo fin de semana, pero no adelantemos acontecimientos.
Por fin, Spoon, de los genios más subestimados del panorama musical, como la camiseta de tu grupo favorito en el rastro, sepultados por las toneladas de ropa, pero es parte de su encanto. El concierto comenzó con una cerveza a medias y al grito de “¡cuchara! ¡cuchara!” de un par de fans algo afectados que querían demostrar su bilingüismo. Otros genios, a su manera.
Y nos sumimos en una suerte de expresionismo minimalista, no se me ocurre otra forma definirlo, cómo se puede transmitir tanto de forma tan elegante. La potencia del concierto era sutil, como bestias escondidas dentro de gentlemen. Impresionante, de esos sucesos que te ponen los pelos de punta porque no alcanzas a entenderlos.
Terminó el concierto, así que muertas de frío salimos corriendo al Burger King de las esquina para reponer fuerzas, para el camino de vuelta. Hasta el próximo concierto, que por suerte para mí, llegaría muy pronto.