Jose Garzón @josegarz
Pervertir: Perturbar el orden o estado de una cosa.
Cortázar escribió en París a Pizarnik que la quería viva, burra; pero no sirvió de nada. Pizarnik acabó tomándose en Buenos Aires cincuenta pastillas de secobarbital y se quedó dormida para siempre. O se fue a vivir a Nueva York, como hacían los amigos de García Márquez en lugar de morirse.
Porque Paco de Lucía admiraba la obra de Cortázar (este tipo es todo jazz, decía) conoció a Pizarnik, a quien leía esa tarde tumbado en la cama de la habitación del hotel antes de acudir a la recepción que el embajador español en Perú había organizado para agasajarle. Un verso de la escritora argentina había prendido en sus labios y aparecía cada poco, sin avisar: Yo trabajo el silencio, lo hago llama. Quizás Camarón pueda hacer algo con él, pensó. Paco estaba nervioso. Lo reconoció frente al espejo del baño mientras se afeitaba. No le gustaban las multitudes. Pero voy a conocer a Chabuca Granda, se dijo para tranquilizarse al tiempo que limpiaba con la toalla los restos de espuma que habían quedado en su cuello. Lo que no sabía era que también iba a descubrir algo que cambiaría para siempre la forma de tocar flamenco. Noviembre de mil novecientos setenta y siete. En una casona republicana donde cruzan San Martín y Saenz Peña, embajada de España en Perú, distrito de Barranco, Lima. A la tarde le quedaban, apenas, los tres colores que veía Borges. El ruido del tráfico que circulaba por la Jorge Basadre alzaba el vuelo de las bandadas de cuculís que buscaban cobijo en las araucarias. Jorge Pardo “El Bodega”, Pedro Ruy Blas, Álvaro Yébenes, Toni Aguilar, Rubem Dantas y Paco de Lucía caminaban sin prisa por la vereda.
Chabuca Granda se dejó llevar porque se sentía cómoda. Comenzó temblando; pero, a los pocos segundos, dio media vuelta para unir su mirada a la de Caitro y pareció elevarse, perfumada de magnolias. Sonrió sin dejar de cantar y agarró con la mano derecha la falda para hacerla volar. Después extendió los brazos y se desplegaron los colores del chal de lana que cubría sus hombros. Moduló la voz, alcanzó el tono preciso que ya no abandonaría y la misma sonrisa con la que Chabuca comenzó su canto floreció en la boca de todos los que estaban en el salón. Jazmines en el pelo y rosas en la cara. Chabuca tenía ese don. Mordía en la yugular, pero lo hacía de un modo tan suave que la gente no se daba cuenta del sortilegio. Paco de Lucía, justo en el instante antes de ser atrapado sin remedio por el embrujo de la cantante peruana, perdió la mirada en los ventanales donde la noche limeña ya se había instalado y escuchó con nitidez aquello que le intrigaba desde el inicio de la canción y que su oído privilegiado de músico intentaba descifrar. Rubem, escucha: ¿qué es eso que está tocando el negro?, susurró al oído de quien estaba a su lado.
El mérito es de la iglesia católica, como tantas otras veces a lo largo de la historia. Los curitas, en su afán por prohibir todo aquello que creciera con raíces de alegría, impidieron a los esclavos africanos que fueron llevados al Perú tocar los tambores que usaban para festejar y para comunicarse. Los negros, afilando el ingenio por la necesidad y la bronca, dieron la vuelta a las cajas de madera en las que eran obligados a transportar las mercancías, algodón y frutos, principalmente, se sentaron sobre ellas y usaron las palmas blancas y agrietadas de sus manos para hacer brotar sonidos. Y desde entonces hasta hoy, lo que ven ustedes aquí, compadres, el cajón peruano. Asombroso, susurró Paco de Lucía al terminar de escuchar la explicación que Carlos Caitro Soto, el cajonero de San Luis, les acababa de ofrecer. Rubem, ordenó entonces Paco, siéntate. Y dale. ¿Alguien me presta, por favor, una guitarra? Apenas una docena de compases después lo tenía claro, contaría Paco de Lucía cuando presentó el instrumento ya de vuelta en Madrid. El cajón peruano es la percusión consistente que el flamenco necesita, creedme. Tiene el agudo del tacón del bailaor y el grave de la planta. Y es el instrumento ideal para un gitano: puede transportarse a cualquier parte y cabe en sus casas, repletas de trastos y de gente, relataba Paco, entusiasmado.
Y pasaron treinta y cinco años como una tarde. Nadie entendía ya el flamenco sin el andamiaje que el sonido del cajón peruano le proporcionaba. Podía decirse que su presencia en los tablaos era tan precisa, poderosa y ancestral como la de la guitarra o el quejío. Pero la tarde de febrero en Tulum era desapacible y el viento del golfo erizaba la superficie del Caribe. Paco miró las nubes grises que cegaban el horizonte, cayó sobre la arena en hinojos y supo que se moría. Veinticuatro horas más tarde y miles de kilómetros al este de allí, la hermana de Rosalía entró en la habitación que ambas compartían y la encontró con un libro entre las manos. ¿Te has enterado?, le dijo, entre nerviosa y emocionada. ¿De qué?, contestó Rosalía a la vez que cerraba las tapas. Paco de Lucía la palmó ayer en una playa de México. Y abrió grandes los ojos. Apenas un par de segundos después se sintió incómoda en el silencio que su hermana mantenía y continuó hablando. ¿Qué lees? Alejandra Pizarnik. Una poetisa argentina, contestó Rosalía mientras observaba la tarde por la ventana. El viento de febrero doblaba las copas de los pinos. Y erizaba la superficie del Mediterráneo. Yo trabajo el silencio, lo hago llama.
El 25 de septiembre de 1972 Alejandra Pizarnik se suicida en Buenos Aires. El mismo día, veintiún años después, Rosalía nace en San Esteban de Sasroviras, extrarradio de Barcelona. Entre medias, el genio flamenco de Paco de Lucía incorpora el cajón peruano como percusión del cante jondo. Treinta y cinco años más tarde se marcha a Nueva York. Otros vendrán para seguir pervirtiendo el arte. Y vayan adonde vayan, y lleguen a donde lleguen, benditos sean.