Jose Garzón.
Madrid es Calcuta o Río de Janeiro en algunas esquinas. Más bien Helsinki, piensa Antonio mientras camina con la mirada puesta en las cicatrices que los arañazos del tiempo dejan en las aceras. El silencio de las calles es extraño. Duermo mal porque anticipo futuros que después no suceden, dice en voz baja. Nada contiene más mentira en su interior que el sol de otoño. Antonio se fija en el modo en que un vecino tiende la ropa en la ventana. Por eso es la mejor ciudad del mundo. Porque puede ser cualquiera. El tiempo ha pasado hasta convertirnos en ciudades. Acaba de chocar con un negro enorme. Le sacaba, seguro, la cabeza. Ha estado a punto de perder el paso y caer al suelo. ¿Era en esta calle donde estaba el bar? Mierda, creo que me he vuelto a perder. La sensación de no saber dónde está le resulta familiar; pero le pone de mala ostia cuando le sucede en el centro, tan cerca de casa, por calles que ha recorrido cientos de veces. Qué extraño es regresar donde residen los afectos y descubrir que la mayoría de los recuerdos hieren y el óxido del tiempo ha detenido la vida. Al cruzar un paso de peatones, alguien le reconoce y dice al pasar: Antonio, estás mejor que nunca. ¿Cuándo os volvéis a juntar los Nacha? Sois mejores juntos que por separado. Antonio apenas sonríe y esconde la cara entre las solapas del abrigo. Mecagüentuputamadre, masculla. Marga le diría: piensa que son el pan. Pero él no quiere pan, quiere caballo. Llevaba unos minutos sin pensar en ello. Le duelen los talones. Desde hace años camina sin dejar huella. Se abrigó porque en la calle los termómetros de las farmacias marcaban tres grados, pero por dentro está ardiendo. La fiebre mantiene todos los órganos de su cuerpo funcionando a pleno rendimiento. Su hermano le despertó, hace unas horas. Hoy quedaste a las diez con Enrique, donde Mauricio. Antonio no lo recordaba. Descuida, continuó Carlos al otro lado del teléfono, Enrique es buena gente. Ve tranquilo. ¿Tienes dinero? ¿Necesitarás hoy? No, primero, y sí, después, contestó Antonio. Colgó y miró por la ventana. Creyó ver que comenzaba a nevar. Los latidos del corazón golpeaban sus sienes.
No sé cómo estará. Hace meses que no nos vemos. Supongo que andará como tú, siempre en el filo. Ya sabes que no importa si es sólo una cuestión de dinero. A fin de cuentas es una canción a medias. No vais a haceros ricos. Se parece más a una manera de marcar territorio. La melancolía en este país es vuestra. La tristeza os pertenece como vosotros pertenecéis a la tristeza. Todas las generaciones, desde el inicio de los tiempos, tienen sus poetas malditos y a vosotros os ha tocado ese papel. Y no me negarás a estas alturas que méritos habéis hecho más que de sobra. Os lo habéis ganado a pulso. Una canción. Tres días de estudio. Sin prisa. Grabar y mezclar. Pero tienes que prometerme que esos tres días vas a estar limpio. De acuerdo, Mario, dijo Enrique. Te lo prometo.
En la otra punta del barrio, apenas una docena de calles al norte, Antonio no contestó cuando se lo pidieron. Hacía muchos años que sus promesas no valían nada. Y él lo sabía. Siempre elegía el silencio. Pero, sin saber bien por qué, en ese instante le entraron ganas de abrazar a Enrique.
Antonio camina al encuentro de Enrique. Enrique camina al encuentro de Antonio.
Me gustaría, al menos una vez en la vida, llegar a la médula de algo. ¿Me entiendes, Enrique? Para llegar hasta aquí he recorrido un camino que no podría haber sido otro. Para ser el que soy tuve que enfrentarme a las cosas como lo hice, no podría haberlo hecho de otra manera. La duda es mucho más pesada, más corrosiva, más voraz que la certeza. A veces consigo no verlos, pero siempre siento cerca la respiración de los monstruos. En realidad, yo, a lo que estoy enganchado, es al horizonte. Siempre quiero estar en otro lugar, contestó Enrique sin que pareciese venir mucho a cuento. ¿No eras tú el que decías que los cobardes tarde o temprano encuentran la manera de ser valientes? Pues eso. ¿Y si este mundo no estuviera hecho para intentar entenderlo, Antonio? Antonio se echó a reír. Pero no respondió.
La necesidad del desorden para sentirme vivo. La necesidad del orden para vivir. No hay nada más absurdo que estar triste. Ni nada más jodido también. Enrique apuró el café que entibiaba en el fondo de la taza y continuó. Estar triste es ser egoísta, por lo menos en mi caso, porque me permite cerrar la puerta al exterior y tumbarme en el suelo del mundo que construyo desde hace años para sentirme bien conmigo mismo. Pero no siempre lo consigo. Casi nunca lo consigo, en verdad. Entonces recurro al caballo o a las canciones. Funcionan en el mismo sentido, pero en direcciones contrarias. Con el caballo, primero llega el placer y después el dolor. Sin embargo, componer es un acto doloroso que hace brotar en mi interior todas las inseguridades y miedos que me amargan desde crío. Sólo cuando hago que alguien la escuche, mi hermano o mi chica, la cría últimamente, y asienten con media sonrisa, consigo que se separen de mí, me dejan atrás, me abandonan, ya no son mías, no las quiero. Siento entonces un placer parecido al del pico.
Enrique dijo yo odio hablar por teléfono. Antonio respondió a mí me aterra bañarme en el mar. Enrique dijo estoy leyendo a Pavese. Pavese, respondió Antonio extendiendo el índice de la mano izquierda, era asmático. Es curiosa la relación entre los escritores y el asma. Benedetti era asmático. Amado Nervo era mexicano, replicó Enrique. Murió a los cuarenta y ocho años en Montevideo y llevaron su cadáver en barco desde Uruguay a México. Antonio dijo uno pertenece a los lugares y no al revés. Ahí reside la verdadera esencia del ser humano. Ahí reside la humildad, supongo, respondió Enrique para poner punto y final a tan extraña conversación.
Antonio Vega compraba en el Bazar Matey de la calle Fuencarral, 127, las miniaturas con las que construyó maquetas de tren durante años. Enrique Urquijo murió una noche de noviembre en el portal número 23 de la calle Espíritu Santo.
Desde la puerta de El Penta, hacia el norte, hay cuatrocientos cincuenta y siete pasos hasta el número 127 de la calle Fuencarral. Desde la puerta de El Penta, hacia el sur, hay cuatrocientos cincuenta y siete pasos hasta el número 23 de la calle Espíritu Santo.
Todo lo que se sabe de aquel día reside en el espacio medido por cuatrocientos cincuenta y siete pasos. Y en el tiempo que se emplea en recorrerlos.