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Jose Garzón.
Austin, Texas. (David Ramirez)
Que sea David Ramirez mi nombre y mi padre un espalda mojada que cruzó de noche las aguas oscuras del río Bravo para alcanzar esta orilla. Que tenga en mis manos el polvo del desierto que avienta el mistral, el sol abrasador del mediodía que las nubes del atardecer aplacan, un dedo de José Cuervo dentro de una Budweisser bien fría al llegar la noche y el lenguaje mestizo de la frontera. Que con ellas toque la guitarra de mala manera, mejor si estoy borracho, y sienta como el alquitrán viscoso del asfalto recorre mis venas si algunas noches en el escenario, no sé bien qué sale de mi garganta y canto como si no fuera yo quien lo hiciera porque después no lo recuerdo. Y, cuando el concierto termina y los que vinieron a saludar y a hacerse fotografías cierran la puerta, junto a mí sólo quedan el silencio del local vacío, la oscuridad de la noche en las ventanas pintadas por las luces de los coches que se alejan y una tristeza grande como un camión tráiler, alta como una torre eléctrica. Y pienso, atrápalos, David, joder, ese silencio, esa oscuridad, esa tristeza, que no se te escapen, ostias, conviértelos en canción.
Forth Worth, Texas. (Townes Van Zandt)
Camino de Forth Worth tengo que parar más veces de lo previsto porque las hemorroides me están jugando una mala pasada. El espejo retrovisor devuelve la imagen de un tipo que lleva días sin afeitarse. Estoy jodido. Paso los días arrastrando los duelos de todos los lugares que he perdido. Y pensando en cómo me veía. Hablo con ella por teléfono después de la prueba de sonido. Está mejor, más centrada, dice. Tiene ganas de verme y de que pasemos juntos un fin de semana. Pero sin música y sin cuadernos. Tú y yo solos. Prometo cocinar para ti. La semana que viene toco en Jacksonville. Allí estaré. Y ahora ¿dónde estás? Forth Worth, contesto. Townes Van Zandt es el mejor escritor de canciones del mundo. Y me plantaré sobre la mesa de café de Bob Dylan con mis botas de vaquero para decirlo ante quien sea. ¿Quién dijo eso? ¿Lo sabes? Por supuesto: Steve Earle, respondo. Escucho su risa al otro lado.
Lake Charles, Luisiana. (Lucinda Williams)
Mierda de bolo. Cómo me hubiera gustado estamparle la guitarra en la cabeza al gigantón de la primera fila, que no paró de gritar y de salpicar con cerveza a todos los que estaban alrededor. Después de echar cuentas, esta noche pierdo dinero. El baño lleno de restos de heroína y de mierda, borrachos haciendo cola para cualquier cosa que puedas imaginarte. Creo que no me queda otra que beber y escuchar canciones de Lucinda Williams mientras maldigo a quien esté dispuesto a escucharme. Jamás tendré su voz ni su talento. Lucinda, hermosa como nadie en las zozobras, princesa de la nostalgia y del desierto, si quisieras, aunque sólo fuera una vez en la vida, cantar una canción conmigo. Brindo por ti.
Kingsland, Arkansas. (Johnny Cash)
Hola, David. Mi nombre es Tom. En un par de horas tengo que levantarme para ir a currar a la fábrica de neumáticos, pero quería venir a escucharte porque alguien dijo que, en los graves, si cierras los ojos, puedes escuchar a Johnny Cash. Cash le gustaba mucho a mi padre, ¿sabes? Se ahogó hasta morir el mes pasado por culpa de un cáncer de pulmón, después de sufrir como un perro porque el seguro no cubría las pastillas. Tenía razón el tipo que me dijo que en los graves tu voz se parece a la de Johnny Cash. Y eso es mucho más de lo que se puede decir de la mayoría de los cantantes que pasan por aquí. Me abraza y susurra gracias al oído. Después tiene lágrimas en los ojos y media sonrisa triste en la boca.
Mount Olive, Alabama. (Hank Williams)
El estómago en llamas, la boca seca, la espalda dolorida a la entrada de Mount Olive. Siempre que paro a repostar en una gasolinera pienso en la cara del chófer al regresar al Cadillac y encontrar muerto a Hank en el asiento de atrás. Hank Williams pudo haber sido un tipo con suerte. Pero no lo fue.
Jacksonville, Carolina del Norte. (Ryan Adams)
Despierto y coloco mi mano en su cadera desnuda. Su piel huele a lavanda y a hierbabuena. Y, mientras observo los gatos que se alimentan en el alféizar, pienso que sólo su amor podrá salvarme. Anoche bromeaba con que Ryan Adams escribió Come pick me up para ella y que esa es la forma de amar que quiere: ser tú y yo más allá de junio o de la noche. Ser uno cuando estamos juntos y encontrar las palabras precisas que lo expliquen, aunque me importe una mierda si puedes o no entenderlo. Llévate mis discos. Y tírate a quien quieras. Después la beso en los labios, me visto, guardo la Martin en la funda y salgo de su casa camino del concierto. Ella nunca viene a verme. Dice que no es su sitio. Se queda en el salón con los gatos, pone en el plato el Ashes and Fire y aguarda paciente la llegada del otoño, que en Carolina del Norte siempre llega desde el mar. Se despide de mí en el quicio, con la promesa de abrir la puerta si estoy al otro lado. Vuelve.
David Ramírez, último y poderoso eslabón de una estirpe de hombres y mujeres que, armados de voz y guitarra, héroes, malditos, pendencieros, leales, borrachos, embusteros y honestos, sometieron durante generaciones la tristeza, el envite y el implacable paso del tiempo, recorre durante una gira los lugares donde nacieron sus predecesores. Y deja constancia del viaje en su cuaderno.