“Muchos amigos están ahora en las colinas, disparando contra sus antiguos compañeros, destruyendo la ciudad que construimos juntos”. Mirza Delibasic
Jose Garzón.
La primera vez que lo vi en directo metió veintinueve puntos. Fue en Skenderia, en un partido amistoso contra la URSS, poco después de que ganaran la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Moscú. Todos en Sarajevo le adorábamos, queríamos ser como él. Apenas tres años mayor que yo, para mí era un gigante, y no sólo por su altura. Era tan bonito lo que hacía. Parecía tan fácil. Después se marchó a jugar a España y las noticias que llegaban eran pocas. De aquella no se televisaban los partidos de baloncesto y menos aún los de equipos extranjeros. Volví a saber de él cuando enfermó y regresó al país, tres años más tarde. Venía a vernos al teatro. Le gustaba la música clásica. Sabía apreciarla. Estudió danza cuando era un crío, me contó. A veces pasaba a saludar al camerino y charlábamos un rato. Se sentía bien. Había aceptado que las secuelas del derrame cerebral no le permitirían volver a jugar al baloncesto, pero le dejarían vivir.
El cielo nunca fue azul aquella primavera en Sarajevo. El humo de los cientos de fuegos que prendían en la ciudad ascendía en volutas oscuras que las parvadas de cuervos atravesaban sin miedo en sus vuelos a la búsqueda de alimento. Algunas tardes paseaba entre las ruinas de la ciudad, justo antes del toque de queda. Olía a azufre. Y olía a carne quemada, a queroseno y a podredumbre; pero en realidad olía a azufre. O a lo que debe oler el infierno, si el infierno existiera o si estuviera en otro lado. Porque aquellas tardes en las que yo paseaba en silencio por las ruinas de la ciudad, entre escombros, tranvías en llamas y restos humanos, Sarajevo no era lo más parecido al infierno. Era el infierno. Y a mí no se me ocurrió otra manera de combatirlo que haciendo lo único que sabía. El perfil de Treskavica se recortaba amenazante en el horizonte. Yo observaba durante horas desde mi ventana las colinas, donde los francotiradores serbios sometían la ciudad. Escuchaba las sirenas. Me invadía una mezcla de tristeza y de rabia que no sabía cómo controlar. Y me odiaba por no ser capaz de hacerlo, porque me paralizara de ese modo. Durante un paseo por los alrededores de la biblioteca se me ocurrió tocar allí dentro. Era tal la destrucción, física y moral, que cualquier acción estaba permitida. Y pensé, ¿por qué no? Si hago una lista de las cosas que he perdido, ninguna me queda ya por perder. Y saqué el chelo a la calle. Caminé entre los escombros y la tristeza. Llegué hasta las ruinas de Vijecnica. Me senté en una vieja silla que había resistido los bombardeos, apoyé la espiga en el suelo, cerré los ojos y comencé a tocar.
Han muerto veintidós personas que hacían cola en la puerta de la panadería. Otros tantos en cada calle cada día. Es difícil saber de qué lado están los que aprietan el gatillo. La guerra es confusa. Y más en estos días. Ayer me contaron que un francotirador abatió a Farid en Titova, mientras intentaba regresar a casa. Farid fue mi profesor de técnica en el conservatorio durante un par de cursos. Me enseñó a afinar el chelo: la, re, do, sol. Decía que el sonido del violonchelo es el más parecido a la voz humana. Aprende a frotar el arco contra las cuerdas y conseguirás de él un lamento, un grito, una carcajada incluso.
Las balas que disparan los francotiradores encuentran su sitio en el pecho o recorren de punta a punta la cabeza. Entre los tranvías quemados y los cráteres que los proyectiles abren en el asfalto se acumulan los cadáveres durantes días y noches. A veces llega el silencio. Y, con él, el humo de los fuegos, el olor a carne quemada y a podredumbre, el crascitar excitado de los cuervos. De pronto, como una carrera de obstáculos, un coche recorre a toda velocidad el bulevar en busca de la salvación del aeropuerto. Silban las balas de metralla. Se escucha el ruido de metal perforado y cristales rotos. Y, en mitad de este caos que Sarajevo ya ha hecho rutina, el almuédano llama a la oración desde el minarete de Bascarsija. Ayer estuve haciendo cola durante una hora frente a la puerta de la panadería. Cuando llegó mi turno sólo pudieron darme un mendrugo pequeño, duro ya desde hace días. Hoy escuché la explosión y los gritos. Salí a la calle. Había niños. Algunos dicen que han sido los nuestros. Las bombas venían desde el otro lado del río. La causa bosnia necesita publicidad internacional. Que se entere el mundo de lo que está sucediendo en Sarajevo. La causa bosnia. ¿Qué es la causa bosnia? Si han sido los nuestros, no son los nuestros. Creo que me mueve el hastío, más que la rabia. Me he puesto a ensayar y no le he encontrado sentido. Me pesa demasiado esta tierra. Ellos y nosotros. Los suyos y los nuestros. Me ahogaba. Necesitaba salir de casa. A veces no basta con tender puentes. Hay que atreverse a cruzarlos. No lo he pensado demasiado. Hacía meses que no sacaba el violonchelo de casa. Al llegar a la biblioteca aún ardían pavesas en el aire. Volveré mañana a la misma hora. Y todas las tardes siguientes mientras tenga ganas y fuerzas.
La última vez que lo vi estaba sentado en un café en Markale, uno de los pocos que quedaban abiertos. Fue en esa época en la que fingíamos normalidad en la calle, mientras escuchábamos en las colinas o en las afueras de la ciudad los disparos y las explosiones. Nos saludamos. Te veo más gordo, Mirza, le dije. Y yo a ti más joven, me contestó. Nos echamos a reír. Le felicité por el campeonato y por lo importante que había sido para el país haberle dado un nombre en Europa. Me miró con esos ojos azules tan tristes y me dijo que no había podido ir a escucharme ningún día, que lo sentía mucho. Le costaba caminar. Estaba cansado. Por cierto, Vedran, ¿cuánto pesa un violonchelo? Estoy intentando salir del país, Mirza, le dije. Lo entiendo, contestó. Hazlo y cuenta lo que pasa. Yo me quedo, continuó. Sólo espero que este país tenga más futuro que yo. No digas eso, Mirza. Sonó cercana una ráfaga de metralleta. Algunos gritos. Miramos por las ventanas, de un modo instintivo. Después volvimos a la conversación, acostumbrados ya a los sonidos de la guerra. Se encogió de hombros. Estaba delgado y pálido. Es lo que nos ha tocado vivir, continuó con resignación. A pesar de todo, me siento un tipo afortunado. Le abracé y le susurré al oído: cuídate mucho. Tú también, Vedran. Nos despedimos. Yo no sabía que iba a ser la última vez que le vería. Supongo que eso nunca se sabe. O sí lo sabía y preferí engañarme.
Me enteré de su muerte semanas después de que sucediera. Había estado haciendo una sustitución durante seis semanas en la Ópera de Belfast y, al regresar a casa, tenía en el contestador el mensaje de un amigo común que llevaba dos años viviendo en Alemania. Mirza murió, dijo su voz al otro lado del teléfono. Tengo la impresión de que estaba un poco solo. Sabía de su enfermedad y de las dificultades que había para encontrar un tratamiento efectivo en Sarajevo aquellos días. De las dificultades que había para encontrar una vida en Sarajevo aquellos días, supongo. Después de colgar, salí a dar un paseo por el barrio. No quería que sucediera, pero era inevitable. Siempre que recibía alguna noticia de Bosnia me invadía un sentimiento extraño, una mezcla de nostalgia y de culpa. Nostalgia del tipo que yo era, del bosnio que yo era, como si mis raíces se hubieran convertido en un miembro fantasma y un dolor insoportable me asediara en ocasiones, a pesar de que bajo mis pies, que aquella tarde recorrían las calles de Terenure, no creciera nada. Y culpa por haberme marchado sin apenas mirar atrás, como una estrategia inútil para evitar que la tristeza y el miedo me alcanzaran. Recordé la última vez que nos vimos, en aquel café de Logarina. Mirza se quedó hasta encontrar la muerte que, sospecho, llevaba tiempo buscando. Yo me marché con la promesa de contar al mundo lo que ocurría dentro de las fronteras de nuestra tierra. Mirza está muerto. Pero yo no creo haber cumplido mi parte del trato. Doce kilos, querido Mirza. Un violonchelo pesa doce kilos.
Mirza tiene los ojos azules y tristes, la manos grandes. Huele a tabaco, ese olor acre tan característico de los Drina, porque con la última calada a un cigarrillo enciende el siguiente. Antes de cada partido escucha en el aparato de música que hay en el vestuario unos compases de las Variaciones Goldberg. Forman parte de él, como sus ojos tristes y sus manos grandes, desde que las escuchó por primera vez en las clases de danza a las que acudía en los bajos del Teatro Nacional de Tuzla. Después apaga la música, sale a la cancha con el resto del equipo y, cuando un árbitro pita y el otro pone el balón en el aire, Mirza comienza a bailar, a veces con esa indolencia de los elegidos, a veces con esa calma tan triste de los que presienten y aceptan su destino.
El 27 de mayo de 1992 una de las pocas panaderías de Sarajevo que aún tenía harina, repartía pan entre la gente hambrienta y golpeada por la guerra. A las cuatro de la tarde, decenas de personas hacían cola en la calle. De repente, un proyectil de mortero llegó desde el aire y, con una explosión de carne, sangre, huesos y escombros, mató a veintidós personas. A pocos metros vivía un músico de treinta y cinco años, llamado Vedran Smailovic, que hasta el inicio de la guerra había tocado el violonchelo en la Ópera de Sarajevo. Todos los días, durante los veintidós que siguieron, a las cuatro de la tarde, Smailovic se puso su traje de gala, cogió su violonchelo y caminó en medio de la batalla que se libraba en torno a él para colocar una silla en el cráter que había abierto un proyectil en la Biblioteca Nacional e interpretar el Adagio en sol menor de Albinoni. Meses después abandonó Sarajevo e inició una nueva vida en Dublín.
Mirza Delibasic fue el mejor jugador de baloncesto que ha nacido en Bosnia. Campeón de Europa con su equipo, el Bosna Sarajevo, y medalla de oro con la Selección de Yugoslavia en los Juegos Olímpicos de Moscú, de 1981 a 1983 jugó en el Real Madrid. Su nombre es el primero que aparece en los labios de mi padre cuando le pregunto por un buen jugador de baloncesto. Y ha visto muchos. Y a muchos muy buenos. En 1983 las secuelas de un infarto cerebral le impidieron seguir practicando el baloncesto de manera profesional y regresó a su país. Durante la Guerra de los Balcanes permaneció en Sarajevo mientras el ejército yugoslavo se empeñaba en mantener Bosnia bajo su poder. Como entrenador de la Selección de Bosnia participó en el Campeonato de Europa de 1993. Murió en Sarajevo en 2001, a los 47 años de edad.
El sitio de Sarajevo duró tres años, de 1992 a 1995, y es el asedio más prolongado a una ciudad en la historia de la guerra moderna.
Apunto notas para escribir una historia sobre Mirza Delibasic, Glenn Gould, Vedran Smailovic y el sitio de Sarajevo. Baloncesto, música y guerra. Me atrae la figura de Delibasic. Supongo que porque contiene dos de las características que siempre me llaman la atención en una persona: talento y mala suerte que, en el caso de Delibasic, se traduce en guerra y muerte prematura. Me atraen las historias de personas que han muerto jóvenes porque tengo el presentimiento de que mi vida no será larga, de que he sido afortunado y ya he gastado unas cuantas balas. Y de que busco, como Delibasic, la manera de encontrar la felicidad en la tristeza.