Jose Garzón.
La radio encendida durante toda la noche para someter al sueño, para acompañar al insomnio que me pertenece más que tus manos, tu cuerpo al sol en los jardines de Belém, el vaivén de tu pelo los barcos piratas que acechaban en la noche del estuario, calafates con los dientes podridos cantando fados que son tus ojos desde el Barrio Alto, despiertos como lo estoy yo ahora mientras escucho el golpeteo constante y rítmico del cabecero contra la pared en la habitación de al lado, negro de ultramar atrapado en su pulsión onanista sin tregua, parece mentira, que a mí, por culpa de los tranquilizantes, hace meses que no se me levanta, el olor rancio del sudor seco que aparece al final de la semana en los pliegues del pijama y el recuerdo de aquella tarde en Sesimbra cuando mirabas el mar y jurabas que estaríamos juntos para siempre porque nadie imaginaba que no podría decirle no al sargento que llamó a la puerta de la casa de mis padres y les dijo que su hijo acababa de ser reclutado y que debía presentarse en el cuartel cuarenta y ocho horas más tarde para viajar dentro de un avión rumbo a Angola.
El día que nos conocimos en Almada me contaste que Lisboa se construyó sobre siete colinas. Igual que Roma. Y que la noche de Todos los Santos de 1755 un terremoto reventó las calles que llegaban hasta la orilla del Tajo, convirtió en escombros los pedestales de las estatuas, incendió las casas de Alfama donde vivieron los marineros que viajaron con Vasco de Gama e hizo llorar de miedo a los pescadores en Caparica. Y temblaron las tierras de Portugal y de España. Dijiste que un terremoto le otorgó a Lisboa una segunda oportunidad. Y también dijiste que el verano en la ciudad es frío y que te gustaba coger el 28, camino de Graça hasta alcanzar las puertas del castillo de San Jorge, y ver los muros blancos de la ciudad desde la Cerca Moura, tomar una cerveza en el mirador de Adamastor, barbudo insensato que perdió la cabeza por Tetis, sirena, cantante, nereida, desnuda, leer en voz alta las frases escritas en las paredes y maldecir, sobre todo te gustaba, dijiste, maldecir a los hombres grises, cerdos hijos de puta de la PIDE que tienen en las manos balas y mentiras. Fumabas frente a la ventana, de espaldas a mí, desnuda y sucia y dijiste, ya ves, por mí, como si te vas a curar la peste con sangrías. O la sífilis con mercurio.
De pronto ha sonado esa canción de Zeca Afonso que te hacía llorar y me ha invadido la tristeza de que no estés conmigo y te he echado de menos y he cerrado los ojos para regresar a las fotografías de Cascais en las que apareces tan sonriente y tan guapa con aquel vestido gris que te compraste en Sintra y que imagino tendido, arrugado e inerte a los pies de la cama en la que tú y yo estamos dormidos, desnudos, dichosos, abrazados desde entonces y para siempre en una noche eterna como lo es esta, cuando he perdido la cuenta de las risas, de los portazos, de los gritos de rabia y los llantos de auxilio y el silencio es el zumbido eléctrico de las catenarias colmadas de carga, el murmullo de los soldados en los cuarteles y la voz de Amália que se desgrana en la radio cantando Barco Negro. Se han escuchado disparos al otro lado de la calle. Y pienso que nadie va a sacarme de aquí si no lo hago yo y me rindo una noche más porque sé que ya no voy a ser capaz de dormir. Entonces enciendo otro cigarrillo y observo el ascenso de las volutas de un humo que no sé si es gris o azul y regresa a mi nariz el olor de la dinamita tras las explosiones, el calor insoportable de la selva y los negros escondidos en sus cuevas con esos ojos blancos, tan asustados y tan grandes, y yo sin saber cómo salir de allí, cómo hacer para entrar en el vientre del avión que nos esperaba en el claro de Azenha, Gonçalo tendido boca abajo y con una gran mancha de sangre en la espalda, Morais gritando ya no podemos hacer nada, Fábio, ya no podemos hacer nada. Agarra el petate y vente conmigo. Vámonos, Fabio, por favor. Y yo paralizado, roto, sin ser capaz de sentir miedo, rabia, pena, odio… Un poco como ahora, cuando dos aviones de combate acaban de cruzar el cielo del amanecer que siempre es malva en Lisboa y las golondrinas que regresaron hace semanas han salido del alero tras su estela, como los niños corren tras los padres cuando se marchan.
A primera hora, como cada mañana, ha pasado Lobo a verme. Es rubio, más alto que yo. Tiene los ojos intensa y perturbadoramente azules. Mueve las manos al hablar como si fueran peces. Apenas sonríe, pero es cercano. Me ha contado ciertos los disparos que yo había escuchado, al parecer hay algunos muertos tendidos en el Carmo, y ha dicho que los soldados pretenden acabar con Caetano y con su manera de dirigir el país. Y que él cree que deberíamos dejarles que lo intentaran. Un tiempo nuevo, Fábio, un tiempo nuevo, ha dicho. Después, cuando he vuelto a quedarme solo, la luz del día ha invadido poco a poco todos los rincones de la habitación, he visto pasar desde la ventana los tanques con su andar pausado de paquidermo oxidado en las esquinas y me he dado cuenta de que tu ausencia ya no puede hacerme daño y de que tú, como esta ciudad, ya no puedes enseñarme nada, excepto la belleza.
Poco después de la medianoche del jueves 25 de abril de 1974, Grandola vila morena, la canción prohibida que Zeca Afonso compuso años antes, se escucha por la radio en toda Portugal. Es la contraseña que los militares disidentes utilizan para confirmar que la asonada que pondrá fin a la dictadura de Salazar se pone en marcha. Horas más tarde, los tallos de los claveles encontrarán su sitio en los cañones, la revolución habrá vencido y todas las ciudades del mundo soñarán por un momento ser Lisboa.
En aquellos días de primavera, el médico Antonio Lobo Antunes trabaja en el hospital psiquiátrico de Jesus e imagina las frases de la que será su primera obra, Memoria de Elefante, una novela que es, en verdad, la más bella canción de amor jamás escrita.
Entrevista a Antonio Lobo Antunes: «Nadie escribe como yo, tampoco yo».
Jose Garzón.