Nathaniel Rateliff and the Night Sweats
Era noviembre y en Denver nevaba desde hacía días. Se acercaron los seis al final de un concierto en el Dazzle, pero fue Luke el único que habló. Nosotros tenemos lo que necesitas y tú eres quien estábamos buscando. (Tiempo después aprendí que Luke a veces habla como si estuviera dentro de una película). Yo continué recogiendo los trastos, como si nada. Ellos seis, de pie frente a mí, mantuvieron el silencio sin incomodarse. Tomemos una cerveza, propuse al tiempo que encerraba la Martin en su funda. Y si alguno dice, a lo largo de la noche, que tengo voz de negro, prometo partirle las piernas, advertí. Pero es que la tienes, dijo Patrick, desde su metro noventa de altura. Le miré fijamente, calibrando el instante. Oh, vamos, Pat, cállate, intervino Luke. ¿No le has oído? Eres increíble. No le hagas caso, Nathaniel. Cuando escuches cómo suena el hammond en sus manos, olvidarás el resto.
Tu problema es que te tomas demasiado en serio, hermano. Y la música es también para divertirse, aunque sea un rato. Tú eliges: sacar esa rabia que tienes dentro a cuentagotas con la tristeza, o a borbotones bailando. Tiene que ser jodido nacer en mitad de ninguna parte en Misuri, ver las avenidas de Jefferson una vez al mes y el resto del tiempo estar metido en casa, o currando en la granja mientras tu padre, el Rojo, predica, biblia en mano. Y que encima le dé por matarse con el coche y que a los trece años te toque hacerte viejo de un plumazo. Y montarte después en el greyhound, toda esa mierda de la guitarra al hombro y los seis dólares en el bolsillo, hasta llegar a Los Paisanos. (Vaya, pensé, está claro que no me guardo nada en las letras de las canciones). Pero ya, hermano. ¿Cuánto hace de eso? Si ni tan siquiera tenías tatuajes y mírate ahora los brazos. Nosotros te ofrecemos el envoltorio: folk, soul, rimanblus, rock… lo que quieras. Tenemos grabada a fuego la música de nuestros padres. Tu voz y tus canciones serán el regalo. Nos esperan ahí abajo, en el Stax, tío, el Stax. ¿Qué te parece? Podemos salir de este puto invierno que no termina nunca.
No sé si me salvaron la vida, tal vez sea mucho decir eso. Vete a saber dónde estaremos a estas alturas el año que viene. No me imagino a lo Pops Staples con setenta. Pero lo que sí sé es que, cuando aparecieron en el Dazzle aquella noche, yo había tocado fondo. Julie acababa de largarse, después de meses de broncas y reconciliaciones que duraban apenas una tarde y en los conciertos la gente no prestaba atención hasta que cantaba las primeras estrofas de Shroud. Pero, sin la voz de Julie, esa jodida canción que ahora tanto odio, sonaba desnuda, sucia y patética. Y mi madre había dejado de llamar, parecía que empezaba a arreglárselas ella sola. Estaba a punto de dejar la Martin en algún rincón, volver a la cocina del Quiznos durante el día y escuchar música en los garitos por la noche mientras bebía una cerveza tras otra. Y ahora andaría por las doscientas cincuenta libras.
Está bien. ¿Por qué no?, pensé. Tengo un par de canciones que podrían servir. Pero vamos a necesitar un buen nombre. Lo tenemos, Nat, dijo Luke. Lo tenemos. Y palmeó mi espalda. Lo más fácil será que te vengas mañana al almacén donde ensayamos, en la setenta con Smith Road. Y a ver qué pasa. ¿A las cinco te viene bien? Me viene bien, contesté. Brindemos, entonces, sugirió Luke.
A la mañana siguiente me levanté temprano. Después de tres cafés, me pegué una ducha rápida y caminé hasta el Tribe, donde Ray me tatuó una rosa en el dorso de la mano del mástil. Sentía que algo comenzaba a florecer.
Estamos en el camerino. Aguardamos la señal para salir al escenario, prime time en el show de Jimmy Fallon. Hasta aquí hemos llegado. En el iphone, James ha puesto el disco que Vernon le produjo a los Blind Boys. En un momento dado, los siete comenzamos a dar palmas al ritmo de la música. Preferiríamos morir antes que reconocerlo, pero estamos nerviosos. ¡Vamos, tíos!, grita Pete, por encima de la música y de nuestras palmas. ¡Estamos a punto de tocar frente a millones! ¡Hagámoslo!, ¡hagámoslo bien! ¡¡Big-time. Big-time!! Después, en el escenario, durante el solo de hammond, Luke se acerca bailando hasta donde yo estoy y me grita al oído: cierra los ojos, escucha con atención y dime que no es Richard Manuel. No, sonrío. No lo es. Es mejor. Está vivo. Y nos echamos a reír.
Jose Garzón @josegarz