Milán, 18 de abril de 2003.
Estimado Andrea,
intento con esta carta, que envío a la dirección de su empresa en Florencia por desconocer la suya personal, cumplir el mandato que me impuse cuando tuve noticia de la muerte de su padre y que he ido retrasando hasta este día en que doblo el periódico, lo poso sobre la mesa y me dispongo a escribir. El único fin que persigo es hacerles a usted y a su familia conocedores de la admiración que siempre he profesado por Gino Bartali y que nunca imaginé pudiera agrandarse más, como así ha sido tras leer el relato de la tarea que, en secreto y sin hacer alarde de ello, realizó para salvar vidas humanas durante aquellos años oscuros de la guerra y nebulosos de mi infancia más temprana, tras los que, con cimientos profundos e inamovibles como solo son capaces de construir los niños, se erigió en mi memoria su imagen, ocupando para siempre un lugar destacado en el olimpo de mis ídolos. Después vendrían otros, no digo Coppi, algo imposible tratándose de Bartali, como imposible sería para el tifosi milanista alegrarse de las victorias del Internazionale; y, aunque reconozco la admiración que evocó en mí la elegancia de Gimondi o la potencia de Moser, la astucia de Saroni, la melancolía de Bugno, el tesón de Chiapucci o la rabia en el pedalear y en el vivir de Pantani, quien cumplía la máxima de los grandes corredores italianos, que deben parte de su fuerza a la prominencia de apéndices faciales, ninguno de ellos fue capaz de desbancar a Bartali.
Yo tenía nueve años la primavera de 1946 en la que su padre le ganó el Giro a Coppi por tan solo cuarenta y siete segundos. Esos días desentrañaba los misterios de la lectura compresiva afanándome en las palabras y en las frases de las crónicas que Buzzetti escribía en Il Corriere della Sera y así, a la vez que aprendía en verdad a leer, descubría las hazañas de Il Ginettaccio, como le bautizaron. El periódico llegaba a mi casa en las manos de Guido, el jardinero, que acudía tres veces por semana para encargarse del cuidado y mantenimiento de la hiedra que cubría los muros. Guido se desplazaba a todos lados montado en bicicleta y amaba el ciclismo por encima de cualquier otra cosa en el mundo. Tifosi de Bartali, era amigo personal de Giovanni Gerbi, ciclista de Asti, donde vivíamos. A principios de los ochenta escribí la canción Diavolo Rosso, el apodo con el que se conocía a Gerbi, como una forma de homenaje a Guido. Pero no fue hasta el verano de 1948 cuando me convertí en un tifosi de Bartali para toda la vida, a la vez que buen lector de crónicas periodísticas. Después de las horas de trabajo en el jardín, Guido silbaba bajo la ventana de mi cuarto y nos juntábamos en la cocina a escuchar la radio, serios y en silencio hasta que Ferratti, locutor de la RAI, celebraba las victorias de su padre en las carreteras francesas. Jamás olvidaré su relato tenso y sostenido del pedalear incansable de Bartali en las rampas del Izoard, el día que el Tour fue definitivamente suyo, el siguiente del atentado a Togliatti en Roma, cuando parecía que, una vez la carrera hubiera finalizado, el país se descompondría en una guerra de iguales, como si solo el ciclismo fuera capaz de unir a los italianos en una nación. Aunque yo, por aquel entonces un muchacho de apenas once años, estaba lejos de comprender todo esto que ahora escribo. Y recuerdo también, como si fuera ayer, la alegría infantil, libre e inmensa, de aquellas carreras de verano con las rodillas raspadas camino de la plaza del pueblo, pedaleando con furor sobre las bicicletas que, a pesar de la resistencia inicial de mi padre, indiferente ante el ciclismo y ante cualquier expresión de actividad física, que consideraba una anomalía en una raza intelectualmente evolucionada como la nuestra, decía, nos regalaron a mi hermano Giorgio, que, al ser cuatro años menor, encarnaba el papel de Coppi, y a mí, que disfrutaba de sentirme Bartali, el invencible, sobre todo en aquellos momentos en los que la primogenitura me otorgaba una ventaja física insalvable para el pobre Giorgio. Y como años más tarde me convertí en compositor de canciones, ajusté cuentas con mi pasado, en el que nunca pude ver a Gino Bartali encima de la bicicleta, y le escribí una canción.
Fue después de un recital en los jardines de Biboli, en Florencia, verano a finales de los setenta, creo, aunque no sería capaz de recordar el año. En aquella época existía la costumbre, ya perdida, de bajar del escenario al finalizar el concierto y mezclarse con el público para tomar una copa de vino y comer frutos secos o algo de pasta. Se acercaron los dos hasta donde yo estaba, aunque su madre permaneció en silencio. No fue necesario que se presentara. Le conocí al instante, tantas veces había visto su imagen a lo largo de los años en los periódicos y en la pantalla de los televisores. Ahí estaba la nariz triste como una ascensión, los ojos alegres de italiano en viaje y la sonrisa franca. Apretó mi mano de un modo fuerte y seco. Remangada la camisa de lino que vestía, reparé en sus antebrazos anchos, de músculos definidos. Bajo la piel bronceada se descubrían los trayectos fluviales de unas venas anchas y potentes. Señor Bartali, es para mí un honor conocerle, dije al tiempo que repasaba mentalmente el repertorio del concierto hasta recordar con alivio que, al final, como casi siempre por aquel tiempo, había interpretado la canción que su padre titulaba. Hubiera sido una torpeza, perdonable por no saber que Bartali estaba aquella noche entre el público, pero torpeza a fin de cuentas, no haber cantado Bartali. Dos cosas le voy a decir, señor Conte, comenzó a hablar su padre, sin más preámbulos, directo como lo eran sus ataques en la carretera. La primera es que es usted un tipo inteligente: utiliza mi nombre y mi descripción para titular y componer una canción en la que el protagonista real es usted, sentado al borde de la carretera, pensando en sus cosas y aguardando mi paso que, por otra parte, nunca llega a producirse. Bravo. La segunda es que, ahora que le observo de cerca, a pesar de la diferencia de altura, su nariz es, cuando menos, tan triste como la mía. Después de unos segundos de silencio, los tres nos echamos a reír y nuestras carcajadas aflojaron los nudos de tensión y extrañeza que a menudo atenazan el primer encuentro entre desconocidos. En su lugar, al menos en mi caso, se instaló la dicha, no siempre sentida cuando me he visto envuelto en la peligrosa, y en ocasiones decepcionante, tarea de acercarse a los ídolos propios, por descubrir que la imagen de su padre que había construido en mi cabeza infantil se sostenía sin esfuerzo en el hombre de carne y hueso que reía frente a mí. Saqué la cajetilla de Marlboro y le ofrecí un cigarrillo que tomó gustoso. Mire usted, señor Conte, dijo su padre, qué curioso, compartimos la misma marca de vicio. Poco rato más hablamos, si no recuerdo mal, porque desde otro círculo de conversación, de los que se formaron en los jardines donde el frescor vencía a la noche florentina de verano, requirieron mi presencia. Lo dicho: ha sido un honor para mí conocerle, señor Bartali. Su padre asintió en silencio, haciendo saber con ese gesto que aceptaba el cumplido. Lo mismo digo, contestó. Si me permite, a partir de ahora usaré la historia de este encuentro para presentar la canción en los conciertos. Permiso concedido, por supuesto, concluyó. Nos despedimos con la promesa incumplida de volver a vernos después de cualquier otro concierto en cualquier otro lugar. Y hasta hoy.
Mi padre decía que la manzana siempre cae al lado del árbol. De ser cierto, puedo hacerme una idea de la clase de persona que es usted. No le robo más tiempo, Andrea. Espero que esta carta cumpla su propósito.
Un afectuoso saludo.
Paolo Conte.
p.d: ni un segundo dudé, al ver la fotografía, que es su padre quien le pasa el bidón a Coppi.
Florencia, 20 de mayo de 2003.
Estimado Paolo,
le pido disculpas por el retraso en contestar a su carta. Tras el descubrimiento público de la labor que mi padre desarrolló durante la Segunda Guerra Mundial en favor de los judíos, y digo público porque él nos contó hace mucho años la historia bajo promesa de no airearla, primero porque esas cosas se hacen y basta, decía, y segundo por miedo a represalias o prejuicios más que por modestia, han sido semanas ajetreadas de entrevistas, llamadas telefónicas y algunas cartas como la suya, que requieren y merecen por mi parte un tiempo de templanza y compresión profunda para ser respondidas como merecen. Le agradezco mucho sus palabras, señor Conte. Varias veces he leído la carta y, tras cada una de ellas, afloran en mí sentimientos diferentes, todos cómodos y reconfortantes, y sus recuerdos me han permitido regresar a aquellos años en los que se produce su encuentro. ¿Sabía usted que yo tenía la entrada para acompañar a mis padres a ese concierto? La misma tarde, pocas horas antes, mi hijo Luca se cayó jugando al fútbol y se rompió un brazo. Pasamos la noche en el hospital y no pude acudir a ver su actuación. A la mañana siguiente, cuando les pregunté qué tal lo habían pasado, recuerdo la respuesta de ambos: muy bien, es un gran intérprete y canta tan bien como en el disco. Si te gusta una voz tan peculiar, claro, contestó mi madre. Bien, bien, prosiguió mi padre. Nos acercamos a saludarle al final del concierto. No me extraña que yo aparezca en una de sus canciones: es narigudo y fumador de Marlboro. ¿Te recuerda a alguien?, preguntó con la media sonrisa irónica que gastó hasta la muerte, sin que los años modificaran un ápice esa mueca. Y, la verdad, de aquella noche y de aquel encuentro, nunca más volvió a hablarse en la familia, que yo recuerde.
Una de las cosas que más me sorprende de lo que cuenta en su carta, señor Conte, es que mi madre estuviera callada en todo momento, porque le aseguro que le hacía ilusión conocerle en persona. Ella era quien escuchaba música en casa, primero en la radio, después cuando compró el tocadiscos y comenzó la colección de vinilos que aún conservamos y en la que abunda música clásica: Bach, Beethoven, Ravel, Mozart… y los cantantes italianos de la época: Patty Bravo, Luigi Tenco, qué impresión le causó su suicidio, Caterina Canelli, Bruno Lanzi y, sobre todo y por encima de todos, su gran pasión, Adriano Celentano, a través de quien llegó hasta usted. Recuerdo con nitidez el día que apareció en casa con el vinilo de su primer disco bajo el brazo. Entró en el salón, puso en marcha el tocadiscos y, mientras se entregaba al ritual de la aguja y de la velocidad con sus manos delicadas y firmes, nos dijo: traigo dos sorpresas: compré este disco, el primero de un cantante piamontés llamado Paolo Conte, porque es el compositor de Azzurro, la canción de Adriano Celentano. Y ¿sabéis cómo se titula la segunda canción? Mantuvo el silencio un par de segundos. Bar-ta-li, dijo, al fin, acentuando cada sílaba. Y, desde aquella primera vez, muchas fueron las que su disco giró en el salón de nuestra casa. Mi padre, al contrario, nunca tuvo apego por la música. Tengo el oído tan duro como las piernas, decía siempre. También decía, como una broma repetida en el tiempo: escucho y escucho esta canción hasta el final, a ver si paso, pero nada, nunca lo hago. Pobre Paolo Conte, toda la vida esperándome. De todos modos, algún día tendré que cobrarle la publicidad de mi nombre.
Señor Conte, repito, muchísimas gracias por sus palabras, que me han hecho regresar a una época feliz y sentir, como tantas veces antes, el orgullo de ser hijo de Gino Bartali. Prometo estar atento a las fechas de su próxima gira para acudir a verle si canta en la ciudad. Esa tarde no dejaré que ninguno de mis tres hijos haga deporte. Y, si nos conocemos después del concierto, podrá comprobar que, aunque no fumo, la genética es tozuda e implacable. Comparto con usted y con mi padre una tristeza nasal de grandes proporciones.
Un afectuoso saludo, a la espera de poder conocernos en persona.
p.d: cien veces le pasé el bidón a Fausto. Otras cien veces me lo pasó él. Lo único que sé de esa imagen es que el maldito fotógrafo estaba tan cerca que a punto estuvo de hacernos caer, contaba mi padre.
Gino Bartali ganó Giros y Tours antes y después de la Segunda Guerra Mundial. De ideología conservadora y creencias católicas, Benito Mussolini intentó convertirle en el emblema victorioso de la Italia fascista. Se retiró en 1954. A mediados de los setenta, Paolo Conte le escribió una canción. En 2003, tres años después de su muerte, se descubrió que durante la guerra, fingiendo entrenarse por las carreteras de la Toscana, transportaba, escondida en su bicicleta, la documentación que salvó del confinamiento y de la muerte a más de ochocientas personas de ascendencia o creencia judía. Él nunca lo contó.
Jose Garzón
@josegarz
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