De conciertos, salas y garitos.
José María Morales González
Aún se puede tener esa experiencia de valor intangible, al menos para mí, de ir a un garito pequeño a ver un concierto y compartir momentos e impresiones con el artista o banda a la que has ido a ver. Lejos de convertirte en grupi, la sensación que os quiero transmitir va mucho más allá de encontrarte a las hermanas Llanos flipándolo con Deftones cuando acabas de darlo todo viendo a Dover en el concierto anterior del festi en cuestión. Tampoco me refiero a compartir espacio con Enrique Bunbury en La Riviera mientras Social Distortion están en el escenario. Vale, que sí, mira quién tienes al lado!… Y ya.
De lo que yo hablo es de pagar diez pavos en la puerta de un local, que te den una pequeña entrada a color en la que sale el nombre del artista, y en ocasiones viene hasta el día y la hora del concierto, en lugar de una especie de cheque en el que pagas cuatro euros de comisiones –perdón, de gastos de gestión- donde el nombre del grupo está impreso con una letra tipo acta notarial y lo único en color es el logo de unos grandes almacenes. Esas pequeñas o grandes diferencias ya nos va indicando por dónde van los tiros.
Con tu entrada cortada a mano ya a buen recaudo en el bolsillo accedes al garito donde más de uno te llama por tu nombre o, como mínimo, las caras te son familiares ya que seguro que estará presente algún personaje de ese club sin estatutos que formamos los del «rollo conciertero». Vas directo a la barra a por tu birra favorita, por la que pagas una cantidad asequible y te la sirven en vaso helado, después del primer trago haces un reconocimiento visual, das un segundo trago a la cerveza (el primero todos sabemos que no se saborea) y allí está Hendrik Röver que ya va por el tercer trago y está de palique con unos y con otros. Si has tenido la suerte de ver a los Deltonos en directo ya sabrás que no es casualidad encontrar a su cantante entre la gente hasta que el aforo, o el encargado, le indica que ya es la hora de subirse a tocar. No tendría por qué hacerlo pero ahí está el tío, entre nosotros.
Estos lugares existen, os lo prometo. Los artistas que tocan allí también lo hacen en festivales en los que te cachean al entrar, solo venden la marca de cerveza que patrocina el evento -en vaso de plástico, por supuesto- y a veces ni siquiera hay whisky porque los responsables de marketing, reunidos en una planta muy alta de un edificio de cristal tintado ubicado en una zona comercial de las afueras de Madrid, han decidido que los veinteañeros beben ron y que todos los cuarentones (o casi) se han pasado a la ginebra “premium”, si es que pueden pagarla. Pero, vicios legales aparte, os garantizo que para mí no tiene comparación verlos tocar media hora en un escenario gigantesco que parece que se les va a caer encima y siempre apurados con los horarios con disfrutar de un show a unos pocos metros de distancia en un ambiente casi familiar.
Me refiero a esos lugares en los que cuando entras al baño justo antes de los bises aparece “Loza”, batera de Sex Museum (y de Los Coronas, y de Corizonas…) y otros muchos, y obviamente no necesita colarse porque todos le dejan pasar. Y cuando finaliza el concierto te llevas su firma, dependiendo de la altura del mes a la que estemos, en un CD o vinilo que ellos mismos te venden, o en esa entrada tan chula que antes molaba y ahora sentimentalmente ya vale mucho más de lo que te costó.
Los que apreciamos estos ambientes auténticos lo sabemos y nos rebelamos ante frases lapidarias de esos que quieren entrar en el club pero no se lo merecen, por hacer comentarios como: “Hostia! 12 pavos, vaya tela con el Mercantil!”. Ésos no saben nada, no merecen que pierdas el tiempo tratando de transmitirles algunas de las sensaciones descritas en estas líneas, en las que intento explicar el good feeling que proporciona ver en el Boogaloo cacereño a los míticos The Fleshtones recién llegados desde NYC o a Los Coronas en la zamorana Cueva del Jazz. Tampoco entenderán lo que significa poder decir yo vi a Antonio Vega en el Mercantil de Badajoz… Verdaderamente, en los tiempos que corren y con la actitud de algunos, resulta alucinante que estos míticos locales sigan existiendo.
Son como un fenómeno paranormal que ya debería haber llamado la atención de Íker Jiménez. Y es que supone un lujo cada vez más extraño poder disfrutar de espacios donde esas fieras se vacían para un centenar -en ocasiones muchas menos- de ilustres almas rockeras que apreciamos el “duende” que se crea fruto de una relación de cercanía. Eso no se compra en un cajero automático, eso se tiene, bueno mejor dicho, lo tenemos los que sentimos ese cosquilleo en el estómago cuando suenan los primeros acordes y Alejandro “Espina” bajista de Ilegales*, te mira en plan «contaba contigo» y durante el bolo adivina cuál es tú disco favorito por tus reacciones ante el repertorio. Y además te permiten que al final del concierto les “riñas” por el tiempo que llevan sin venir.
Nuestra pequeña fortuna nos durará hasta que las hienas de alguna multi, el IVA cultural, los permisos y licencias municipales, etc. aniquilen a los últimos románticos. Pero mientras queden locos responsables de salas y bandas formadas por músicos auténticos allí estaremos los del “rollo conciertero” resistiendo y disfrutando, junto a ellos.
Ya lo sabéis: ESTÁN ENTRE NOSOTROS.
(*) Alejandro Blanco , conocido en el circuito musical como Alejandro “Espina” falleció repentinamente, el pasado día 11 de marzo de 2016 a los 45 años por un paro cardíaco, mientras se encontraba en su domicilio de Oviedo. Junto a su banda Ilegales, en la que se mantuvo como bajista del trío durante la mayor parte del tiempo transcurrido entre 1994 y 2016, era un claro exponente de esos músicos a los que me refiero en el artículo, lo sé porque tuve la suerte de disfrutar de bastantes actuaciones de Ilegales y compartir algunos breves pero emocionantes momentos con él. Como la anécdota que cito, con la que intento rendirle mi humilde homenaje. “Alejandro , sigues entre nosotros.”