Jose Garzón.
El último jueves del mes de enero Nacho Vegas se presentó en el bar con la guitarra al hombro y pidió permiso para sentarse en la mesa del rincón y tocar unas canciones. Gárgola se lo concedió y le dijo que estaba invitado a toda la cerveza que quisiera beber. Eran las seis de la tarde y el Cantábrico aún estaba vacío. Gárgola aprovechó para cuadrar las cuentas mientras escuchaba Miss Carrusel, Gang Bang o La Gran Broma Final. ¿No sabía que tuvieras música en directo?, preguntó un tipo que entró a tomar un café. Es algo ocasional, contestó Gárgola. No creo que vaya a suceder muy a menudo.
Dos horas y seis cervezas después, cuando ya varias mesas del bar estaban ocupadas por gente que hablaba en voz baja o escuchaba atentamente las canciones, Nacho Vegas dijo: ahora, con su permiso, voy a hacer un descanso. Colocó la guitarra con el mástil apoyado contra la pared y se levantó con esa torpeza, que sólo perciben los demás, de quien está ya muy borracho. Gárgola le observó desde la barra, dispuesto en cualquier momento a salir corriendo para evitar que el cantante cayera al suelo. Pero no tuvo que moverse. Nacho Vegas alcanzó la puerta del baño y la cerró tras él. Miles Davis, enmarcado en el dintel, pareció asentir cuando Gárgola reparó en él, como diciendo tranquilo, yo me encargo.
Veinte minutos más tarde, Gárgola, al frente de tres clientes preocupados, golpeaba la puerta. ¿Señor Vegas, se encuentra usted bien? De pronto, la puerta se abrió y Nacho Vegas, despeinado y somnoliento, se subió la bragueta y les miró con aire bovino y desconcertado. Mierda, me he quedado dormido. La gente lleva un rato pidiendo los bises, dijo Gárgola. Y queriendo mear, añadió uno de los tres por detrás. Nacho Vegas, y el resto en comitiva, regresó al sitio que previamente ocupaban. El cantante cogió la guitarra, se tomó medio minuto en afinarla y, cuando parecía que se iba a sentar, subió a la mesa y, de pie, comenzó a tocar los primeros acordes de Marquesita. Gárgola, desde la barra, le observaba y le dejaba hacer, convencido de que no caería, de que la música le sostendría en el lugar donde él había elegido estar, seguro de que el sueño que había dormido, de pie y con la frente apoyada en la pared del baño, había atenuado, en parte, los efectos del alcohol; pero no lo suficiente como para desprender de su voz el timbre cristalino que le había otorgado la cerveza.
Nacho Vegas cantaba y tocaba la guitarra de pie en una de las mesas del bar mientras la noche se adentraba en las calles vacías de la ciudad en un jueves cualquiera de un mes que tocaba a su fin. Gárgola comprendió que estaba viviendo uno de esos momentos que, sin ser extraordinarios, sí son irrepetibles. Y pensó que todo sucedía del modo en que lo hacen las cosas cotidianas. Nacho Vegas terminó la canción, bajó de la mesa mientras la gente aplaudía, guardó la guitarra en la funda, se la colgó al hombro y se acercó a la barra. ¿Qué se debe? Nada, señor Vegas, ya le dije que estaba invitado. Lo que no se puede desunir es lo que nos habrá de separar, contestó el cantante al tiempo que, con el dedo corazón de la mano izquierda extendido, empujaba el puente de las ray ban hacia arriba. Alto, pálido, triste y elegante se dirigió hacia la puerta. Gárgola siguió sus pasos y cerró los ojos un instante. Cuando los abrió, Nacho Vegas había desaparecido. Dio media vuelta. En el espejo observó primero el bar. Después su rostro. Y se echó a llorar.
Nacho Vegas camina por las calles de Gijón, se sienta en los bares, lee el periódico, escribe canciones y mira el mar. También, de vez en cuando, protagoniza relatos como éste, último capítulo que no desvela nada de la novela corta “Lo que esperaban de nosotros”.
https://es.scribd.com/doc/241082299/Lo-Que-Esperaban-de-Nosotros