Jeff Buckley
Este es nuestro último adiós. Odio sentir que este amor se muere
Last Goodbye, canción del disco Grace, de Jeff Buckley (1994).
Jose Garzón
Cuéntanoslo otra vez. Desde el principio. Ya sé que estás cansado; pero empieza de nuevo.
Lo que pasa es que ustedes no me creen. Y yo les estoy diciendo la verdad.
Sí te creemos. Sí te creemos, pero algo se nos está escapando. O algo se te ha olvidado. Venga, yo te prometo que es la última vez. Después te dejamos tranquilo. Sé que lo estás pasando mal; pero ya hace tres días que desapareció y, qué quieres que te diga, no entiendo nada. Y no lo encontramos por ninguna parte.
Y yo qué sé. ¡Yo qué sé! Tal vez cruzó el río, alcanzó la otra orilla, se montó en el primer bus que viajara al oeste y nos está esperando en L.A., bebiendo cerveza al sol y componiendo canciones.
Podría ser, por qué no. Pero, mientras tanto, tú y yo sabemos que tenemos que seguir buscándolo. Ayer por la noche llegó su madre a la ciudad y está muy asustada. Hazlo por ella, aunque sea.
Está bien, está bien… Serían las cuatro o las cinco, no sé bien, habíamos comido en la terraza de un pequeño restaurante de la calle Bale. Cuando nos levantamos de la mesa dijo que le apetecía dormir un rato a la sombra de un árbol, cerca del río. Y después ensayar algunas canciones. Gene contestó que se uniría más tarde. Iba a acercarse al hotel, a llamar a los chicos de la banda para confirmar la hora del vuelo. Él y yo cogimos las guitarras y el radiocasete y nos pusimos en camino.
Escuchábamos una canción de Led Zeppelin, Whole lotta love. De repente, se puso en pie y, caminando lentamente, comenzó a cantar y se metió en el río. El agua ascendía alrededor de su cuerpo a cada paso que daba. Cuando rozó la superficie con las manos, su imagen de espaldas, la luz del sol pintando de amarillo la superficie, los agudos a los que sólo Robert Plant llega, el viento zumbando como abejas en las copas de los chopos, los edificios altos de Memphis observándonos aburridos con las ventanas abiertas, el puente de hierro como el esqueleto moribundo de un monstruo prehistórico y cansado de vivir… qué quieren que les diga, me pareció un momento mágico. Subí el volumen del radiocasete y me tumbé. Me sentía tan bien.
No sé cuánto tiempo pasó, un par de minutos, tal vez. Se acabó la canción y, al incorporarme y volver la vista al río, él no estaba. Me reí y pensé que todavía hacía frío para pasarse toda la tarde con la ropa mojada. Pero pasaron los segundos y no pasaba nada. Sentí miedo. Lo llamé, lo llamé, les juro que lo llamé. Grité su nombre hasta joderme la garganta. Y nada. Seguí sus pasos, me metí en el río, con las manos y los brazos bajo el agua palpé a tientas el fondo. Pero nada. Nada. Los chicos dicen que el muy cabrón está perdido en alguna de las playas de L.A, riéndose de todos nosotros. No sé… Ojalá, pero esto no tiene buena pinta. Ustedes no saben cómo es. Ustedes no lo saben.
Y, dios, no consigo sacarme esa canción de la cabeza, ni la visión del perfil de su cuerpo sumergiéndose en las aguas grises del río, ni mis carcajadas. Durante unos segundos, despreocupado, aguardé a que su cabeza rompiera la lámina del agua en cualquier momento, en cualquier lugar. Después el miedo aceleró mi corazón y empecé a decir su nombre, un poco más alto cada vez. Hasta gritar. Estaba desesperado. Nunca antes en mi vida había sentido ese miedo.
Tranquilo. Es suficiente.
A veces decía: desapareceré, como Elvis, fingiré estar muerto y disfrutaré del anonimato, decía, como cuando estuvimos de gira por Alemania. Aquellos días nadie le reconocía por la calle, nadie le paraba a cada paso para hacerse fotografías con él, ni le pedía un autógrafo en la palma de la mano o en la camiseta, ni todas las chicas de la primera fila querían acostarse con él después del concierto. Ahora recuerdo que, de camino al río, desde el interior de un chevrolet aparcado en la acera, una pareja le reconoció y gritó su nombre. Dijeron que su voz era la más bonita que habían escuchado jamás y que, a menudo, ponían sus canciones y se hacían el amor. Él, entonces, agachó la cabeza, aceleró sus pasos, llegó a tropezar. Se quedó sombrío. Y dejó de hablar.
Jeff Buckley tenía treinta años cuando murió. En algún momento entre los días veinticuatro y veintinueve de mayo de mil novecientos noventa y siete, en algún lugar del cauce del Wolf River, a su paso por Memphis, el légamo lo devolvió a las orillas. Hasta su muerte había grabado diez canciones propias y una versión.