Jose Garzón
De mi padre heredé un Duward de cuerda que el olvido mantenía parado durante días en mi muñeca y un libro de poemas de García Lorca que compró en una librería de viejo en Brooklyn, convertida ahora en un restaurante vegano, y que leía y releía sentado en el metro de camino a la bodega en Queens donde trabajaba como mozo de carga. Lo hacía para sentirse parte de una tierra de la que tuvo que partir mordido por el hambre y perseguido por el dedo acusador de la derrota. Mi padre murió el día que entré a trabajar en el hospital. Por eso nunca sabrá de esta historia que me trajo a recorrer las calles de las que tantas veces me habló. Porque no me está viendo desde el cielo o desde el infierno, lugares que no existen como no existe Dios. La gente tiene que creer en algo que dé sentido a la muerte. Pero después de la muerte no hay nada más que silencio y descomposición. Yo solo creo en Federico García Lorca, en Carlos Cano y en Enrique Morente. Y ahora los tres están muertos, maldita sea.
Aquella mañana el cielo en Manhattan era tal y como lo describía Lorca, aurora con cuatro columnas de cieno y un huracán de negras palomas que chapotean las aguas podridas. Mi turno comenzaba con el traslado de un paciente desde su habitación al quirófano de cirugía vascular. Era un hombre delgado, pálido, con el pelo moreno, largo y alborotado que enmarcaba una mirada triste y serena. Se dejaba llevar en la camilla y observaba todo con detalle. Se fijó en la placa de identificación que colgaba de mi cuello y en un español dulce y claro se dirigió a mí: F punto Ramos, dijo. Muchos Ramos hay por mi tierra. ¿Hablas español? ¿De dónde eres? F de Fil, aunque todos me llaman Filadelfia, contesté. Ramos es el apellido de mi padre, que era español, de Granada. El hombre abrió los ojos y los acompañó de una gran sonrisa. Mi nombre es Carlos, prosiguió y, aunque puede que no te lo creas, también soy de Granada. Durante las casi tres semanas que estuvo ingresado pasé a visitarle todos los días. A ratos miraba por la ventana y cantaba una canción, con voz profunda, de terciopelo y fuego, para mantener a raya el dolor. Escuchándole, no era difícil creer que se ganara la vida cantando. Yo, de aquella, sufría por un divorcio que la rabia y la desconfianza hacían perdurar demasiado en el tiempo. Él me decía solo a los valientes les está permitido el amor y la ternura, Filadelfia. Yo le hablaba de mi padre y de todo lo que me había contado de Granada y de su vida antes de la emigración. Del exilio, más bien, me corregía él. Practicábamos mi español de acento americano. Me enseñaba palabras bellas y desconocidas que en mi boca sonaban a hojalata, decía entre risas. Repite conmigo, Filadelfia: De noche me sargo al patio y me jarto de llorá, en ve que te quiero tanto y tú no me quieres ná. Yo repetía los versos de Lorca con torpeza y, al terminar, Carlos gritaba olé y decía si Lorca pudiera escucharte, ay, si pudiera. El día que nos despedimos, con la promesa incumplida de volver a vernos en una u otra orilla del océano, Carlos me dijo aquella frase que después se haría famosa al repetirla en una entrevista: Filadelfia, estos días he vuelto a nacer en Nueva York. En Nueva York, provincia de Granada. Y, en parte, gracias a ti. Tú eres el primer amigo que tengo en esta nueva vida. A veces la construcción de un afecto no se mide tanto en tiempo como en espacio.
Meses después de regresar a España me envió por correo dos entradas (recuerda ser valiente, Filadelfia, escribió en una de ellas por detrás) para ver a Enrique Morente, cantaor flamenco del que me había hablado en las tardes de su convalecencia en las que compartimos canciones y palabras y el disco que acababa de publicar, Omega. Tantas veces lo he escuchado, tantas veces he sentido que formo parte de él, que muchas de las cosas que me han sucedido en la vida no las entiendo si no puedo sentarme a oscuras en el salón de mi casa en Harlem mientras escucho Pequeño Vals Vienés, Manhattan o La Aurora de Nueva York.
Cambié el turno a la mañana y salí del hospital a media tarde, crucé en diagonal Central Park rumbo al oeste y me senté en una butaca del Lincoln Center, había decidido no ofrecer la otra entrada a nadie, a escuchar la voz de madera y tierra y el susurro sostenido con el que Enrique Morente me atrapó para siempre, como si mi sangre hirviese a fuego lento y recordara el tuétano que en verdad no me pertenece porque es el legado de mis antepasados, habitantes de una tierra hermosa, estirpe gitana que mi padre pintó para mí con la única ayuda de la memoria y de la tristeza.
El día que en Radio Internacional de España anunciaron la muerte de Carlos Cano no fui capaz de llorar; pero prometí ahorrar hasta alcanzar el dinero suficiente que me permitiese viajar a España. Diez años después, la cantidad que necesitaba estaba reunida y las noticias de la prensa española sobre la mala salud de Enrique Morente me empujaron a comprar los billetes de avión que me llevarían de Nueva York a Madrid y, desde allí, a Granada.
La acera frente al teatro está llena de gente. Muchas personas permanecen en silencio, con la cabeza agachada. Otras tienen lágrimas en los ojos. Una mujer se abraza a un hombre y llora desconsolada. Se abren las puertas y entramos lentamente. Algunos se sientan en las butacas. Yo prefiero permanecer de pie, al fondo. Apoyo la espalda contra la pared. En el escenario, rodeado de flores, iluminado por la luz de las velas e inclinado levemente hacia delante se encuentra el ataúd. De pie, a su lado, una mujer joven, toda vestida de negro, transida de dolor y de pena, comienza un canto que es más bien un grito desgarrador y transparente porque deja ver toda su alma. Granada es como una rosa más bonita que ninguna que se duerme con el sol y florece con la luna. Reconozco de inmediato la canción. Es Habanera Imposible, de Carlos Cano. Rompo a llorar. Es un momento que no olvidaré mientras viva. Después prosigue su quejido con otra canción. Me cuesta identificar cuál es. No la entiendo bien. Pregunto a un hombre que está a mi lado y me dice que es Estrella, la hija de Morente, y que lo que canta es un poema de García Lorca. Empieza el llanto de la guitarra. Cuántas veces lo habré leído. La mujer termina su canto y, agotada, se derrumba sobre el féretro. La gente se funde en un aplauso que parece detenerse en el tiempo. Yo siento el sabor salado de las lágrimas rebalsadas en la comisura de los labios y, sin saber por qué, miro el reloj. Marca las seis y cuarto. Como si el mundo al fin cobrara sentido, como si todas las piezas del mundo hubieran encajado, salgo del teatro y me dirijo hacia el Realejo, a las calles por las que debió caminar mi padre en su infancia. Hace mucho frío. No sé lo que busco pero estoy seguro de haber encontrado algo. Me siento en un bar y decido comenzar a escribir esta historia. Como si de una fotografía se tratase. Necesito fijarla en papel y tinta para que permanezca en el tiempo, recordar cómo empezó todo esto, cada una de las canciones, de las palabras, de los sentimientos que me han traído hasta aquí. Querido Carlos, hoy he vuelto a nacer en Granada, provincia de Nueva York.
En 1995 la maldición de la genética llevó a Carlos Cano al hospital Mount Sinaí de Nueva York para ser operado de un aneurisma de aorta que permaneció bajo control hasta romperse un lustro despueś en el asiento de un avión que se disponía a despegar desde el aeropuerto de Granada. A pesar de los esfuerzos de la ciencia, días después, en una mañana fría de diciembre, como fría es la mañana de diez años después en la que muere Enrique Morente, la muerte se llevaba al cantautor.
«La familia Morente anuncia que hoy, lunes 13 de diciembre, pasadas las 17 horas, Enrique Morente ha fallecido. Después de varios días de denodada lucha contra la muerte, Enrique Morente, un creador único y una persona maravillosa, deja un enorme vacío en nuestros corazones y en el de la música, a los que se dedicó por entero y con entrega a lo largo de toda su vida».
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