Jose Garzón.
Tengo una historia que es mentira para contar muchas cosas que me han sucedido en la vida. Me gusta mentir. Disfruto inventando historias cuando no importa demasiado cómo, cuándo o dónde ocurrió lo que ocurrió. Entonces tengo una historia que es mentira para contar cómo conocí la música de Quique González. Digo que mi compañero de habitación en la residencia universitaria de Salamanca se llamaba Enrique González y que compró el primer disco de Quique González en la sección de música del Carrefour porque le hizo gracia la coincidencia. Lo escuchó, no le gustó y me lo pasó por si quería darle una oportunidad. Así llegó a mis manos el disco y a mis oídos la música. En verdad, Enrique no era mi compañero de habitación y fui yo quien compró un disco en la sección de música del Carrefour, uno de otro Enrique, Urquijo, y Los Problemas. En él aparecía una canción de la que me enganché durante semanas. Se llamaba “Aunque tú no lo sepas”. En los créditos aparecía como autor un tal Quique González, así es que me puse a investigar para descubrir que tenía un primer disco publicado y no descansé hasta conseguirlo. Lo escuché varias veces y, aunque tenía canciones que me gustaban, no llegó a emocionarme. Como me había hecho gracia la coincidencia, le pasé el disco al homónimo compañero de residencia universitaria que, por ser ya veterano, gozaba de una habitación individual que no tenía que compartir ni conmigo ni con nadie. No me consta que le gustara o no. Ni una cosa ni la otra. Pasaron exámenes, fiestas, compañeros de residencia (de Enrique jamás supe) y ciudades.
Años después, en la FNAC de Oviedo, cuando ya lo había olvidado en el cajón de la memoria que tiene la etiqueta “solistas y grupos devorados por el éxito de una canción”, me topé de nuevo con Quique González porque acababa de publicar Salitre 48. Si soy sincero, yo buscaba un disco de Kepa Junquera, así es que compré los dos. Camino de casa pensaba que el que realmente me iba a gustar era el del vasco y tenía muchas dudas respecto al del madrileño. Qué equivocado estaba. Odio pocas cosas en esta vida. Una de ellas es el disco de Kepa Junquera del que, por suerte, no recuerdo su título y que acabé tirando a la basura en una de las mundanzas a las que me vi abocado por el paso de exámenes, amigos, viajes y ciudades. El verso “tu sexo es carne de aceituna de un olivo en la carretera” vale por la obra completa del ochenta por ciento de los poetas de este país y justifica, por sí solo, una carrera musical y literaria. Salitre 48 se instaló en el cajón de la memoria que tiene la etiqueta “discos que me obligo a dejar de escuchar por un tiempo a riesgo, nunca cumplido, de quemarlo”. He de reconocer, sin embargo, que de la canción que da título al disco solo quedan cenizas y ahora, cuando la audiencia la pide a gritos en los conciertos y estalla en aplausos de alegría al escuchar el punteo que la inicia, yo cruzo los brazos, frunzo el ceño en un gesto mohíno y con una imbécil actitud de suficiencia pienso: advenedizos, si hubierais escuchado tanto como yo los discos, sabríais que tiene cincuenta canciones mejores que la que escribió a la chica de Conil de la Frontera que tenía la carita de pena y los ojos tristes.
De la mano de Salitre llegaron los Pájaros Mojados donde, durante un par de segundos al menos, Quique González parece Van Morrison. Y eso es más de lo que la mayoría de los cantantes y compositores pueden decir. Una tarde, cuando terminó “Reloj de plata”, renuncié a dejar de escucharlo más de seis días seguidos (y aún hoy, que pasaron ciudades, amigos, amores, libros y cervezas, lo cumplo), apagué las luces de casa, cogí las llaves y salí a comprarme un traje oscuro, una corbata negra, una camisa blanca y unas botas de piel marrón que gasté por las aceras de Gijón en un invierno de niebla y lluvia que ligó a la perfección con Kamikazes Enamorados.
La Noche Americana me encontró en Argentina, en ese viaje iniciático que muchos mitificamos y a algunos nos resulta tan necesario. Recordaré siempre la alegría de escuchar “Me agarraste” una tarde de febrero estival en un locutorio de la Avenida Duarte Quirós de Córdoba, cuando las redes sociales no eran tan libres y un amigo del alma (de los que no pasan) tuvo que adjuntar la canción en un mensaje de texto. Quién nos iba a decir que meses más tarde estaríamos en Barcelona, alumbrados por la luz de gas y envueltos por la música en directo de un Quique González empeñado de aquella en ajustar cuentas, cuando muchos le conocieron y otros nos quedamos colgados sin remedio y para siempre. Alojados en el Hostal Qué Tal, regentado por un cubano que medía casi dos metros de alto por uno y medio de ancho, vestía una camiseta ajustada de color chicle de fresa y nos perseguía por el vestíbulo para entregarnos los flyers de todos los garitos de ambiente gay que estaban abiertos en la ciudad condal, veníamos de escuchar a Drexler en el Palau de la Música y a Bunbury con Vegas en el Liceo las dos noches anteriores y dudábamos (y nos equivocamos) que el tercer concierto pudiera superar a los previos. Aquella noche, casi tres horas después del comienzo y superado con mucho el horario de apertura del local, subieron los de la organización al escenario para pedirle, por favor, que terminase de una vez. Los coches de policía se acercaban por la avenida con las sirenas encendidas. Y nosotros solo hacíamos que gritar otra. Y él continuaba aceptando peticiones, sentado en la banqueta del piano, incapaz de mantenerse en pie por culpa del dolor de una rodilla que, nos contó, tendría que operarse en unos días. Escuché ese disco una noche tras otra durante meses, en una época de mi vida en la que intentaba sofocar la rabia bebiendo, fumando y acostándome con Charo, con Marisol o con Cecilia, hasta que comprendí que lo que me estaba sucediendo era realmente bueno y que había merecido la pena tirar tantas cosas por la borda.
Pero si tuviera que quedarme con un disco, si me obligan, si de esa respuesta dependiera mi vida o la de los míos, si tuviera que colocar uno en el cajón de la memoria que tiene la etiqueta “discos para explicar una vida, al menos la mía” sería el siguiente, Avería y Redención, por aquello de que la música que escuchas te acompaña y te sigue cuando pasan los exámenes, los amores, los amigos, las fiestas, los libros, los goles, las canciones y, sobre todo, las ciudades. En esa época, de averías y de redenciones, yo era libre, salvaje y feliz porque una mujer me colmaba por dentro hasta los pulpejos de los dedos. Esa era, por fin, la vida que yo quería para mí.
Escuché Daiquiri Blues frente a otros mares, mientras paseaba junto a un perro por los pinares que, a salvo del otoño, mueren en el poniente del Mediterráneo. Quique González y yo nos estábamos haciendo mayores. Él parecía haber encontrado su sitio. Yo seguía intentándolo.
Quizás Delantera Mítica sea, de todos, el disco que menos me ha acompañado. Quique González y yo parecíamos estar, por primera vez, en lugares distintos y tuvieron que pasar algunos amigos, los mares, varias dudas, las lágrimas, los días y otros trabajos hasta llegar a Me Mata Si Me Necesitas, que tiene todo lo bueno de la música de Quique González, todo por lo que hemos estado juntos estos años. Y como seguimos haciéndonos mayores, río y me conmuevo cuando mi hijo canta, mientras juega, que se le estrecha el corazón. O cuando me pide que quite alguno de los discos de antes porque dice que esa música le pone ganas de llorar. Todavía tengo que luchar con la puta culpa las tardes torcidas de domingo en las que el tacto de la ciudad se torna áspero. Y a veces (pero solo a veces), al pasar la Asturiana de Zinc, pienso en llamar a Charo.