Ando estos días vagabundeando de tu mano fría hasta el final del mundo. Y esta es la vida que yo quería para mí.
Quique González, Doble fila
Jose Garzón
Desheredados, los últimos reyes de la tierra con manchas de grasa en las solapas, el pelo sucio y alborotado y los ojos hinchados persiguen octubre en estaciones de tren, se acuestan con putas baratas aunque podrían hacerlo con las más caras y gastan balas de plata disparando al cielo de los vampiros en los pantanos. Comparten palabras en vena con los heroinómanos del bulevar y duermen los días tirados en los suelos limpios de los aeropuertos o en las camas de hoteles de cinco estrellas en los que les dejan entrar sólo porque caminan descalzos y donde las chicas de la limpieza les preguntan sorprendidas cómo fueron capaces de cruzar el río y encontrar la ciudad agazapada en la noche.
John Lennon nació en otoño y en el invierno de mil novecientos ochenta vivía con su mujer y su hijo en la planta dieciocho del edificio de apartamentos Dakota, en el margen oeste de Central Park, en Nueva York. La noche del ocho de diciembre, cansado volvía a casa después de grabar una canción en un estudio de Brooklyn. Se bajó de la limusina y cerró la puerta. Anduvo diez pasos y la misma mano que por la tarde estrechara, le pegó cinco tiros en la espalda.
Te escribo para decirte que estoy bien. Las luces del aeropuerto ya están encendidas. He entregado el pasaporte y los mapas, las monedas pequeñas y frías. Sigo sintiendo ese dolor en el pecho, más agudo hoy que está nublado. Ayer fue la primera vez en mi vida que perdí un avión y me sentí bien. La cama de la pensión estaba limpia y el salón lleno de perros. Madrid está viva y sucia pero el metro te acerca a cualquier parte. Te escribo porque hoy el día se me va a hacer muy largo y los aviones despegan como si nada, como si no fueran conscientes del trabajo que deben generar para mantenerse suspendidos en el aire y avanzar. Si despacio me besa, cierro los ojos y la cafetería y los escaparates de la avenida se desvanecen hasta que alguien a nuestro lado advierte aquí hace años ya que no se puede fumar, aquí todo es aire y billetes de cinco dólares, bocadillos de queso, hombres invisibles, ilusiones y suelos amarillos encerados y tan limpios que reflejan la suela de mis zapatillas viejas y la cicatriz triangular en mi barbilla. ¿Les dije ya que aquí hace años que no se puede fumar? Si quiere, la señorita puede venir conmigo y le diré donde. Te escribo para decirte que estoy bien y que cuando llegue a Manhattan tengo pensado hacer fotografías en Central Park y volverte a escribir. Y hacer fotografías. Despacio me besa otra vez en los labios y cierro los ojos.
Tú y yo tenemos los días contados. Veintiocho como un número y los leones que duermen a la sombra de los acantilados un sueño sin lágrimas. Busco algo que se esconde en el silencio de las palabras, en el tiempo de la aurora, en los coches aparcados en las cunetas a medianoche, en los coches que tienen las luces apagadas y vapor de agua en los cristales. Pronto se abrirá el día hoy que le ganó cinco horas a la muerte. Busco una palabra para cada pieza del mundo.
Los helicópteros iluminan el cielo de Manhattan. Estuve tres horas detenido en la comisaría del aeropuerto. Maldecía mi suerte sin saber que en la puerta de salida me esperaban un café caliente y una acera fría, un par de manzanas, un cigarrillo y una ciudad con los dedos llenos de luces de neón, escaleras de incendio, ladrillos rojos, la calle veinte con Broadway, una ducha de agua caliente y ese olor conocido en su cuello tamizado por la lluvia en azoteas de edificios antiguos. Entonces la sombra de las torres de Manhattan se convirtió en mariposas negras. Tú y yo tenemos los días contados. Encaramado en la litera de un hotel en la calle diez escucho el quejido de la calle y hojas de otoño en árboles ardiendo. Los rascacielos bostezan hartos de sentirse observados. La banca gana, la noche que aún no llega, los días azules, las avenidas llenas de gotas que colman vasos.
Ella se desviste y cubre su cuerpo de manos. Respira en silencio y acude a la noche como quien camina sin mirar atrás. Las sirenas de la policía apuñalan las horas mordaces de la madrugada. Ella cubre su cuerpo de manos. Avanza intrépida, decidida, con el miedo como un punzón en los talones y los ojos sucios. Se desviste, se cubre, se adentra en algún lugar para mí desconocido, en la tierra fértil de un día nuevo, en esa sensación de tiempo que no es siempre el mismo, donde una verdad es más cierta porque es relativa.
Yo jamás te hubiera esperado en la entrada de los apartamentos Dakota.
Sentados en la terraza de un bar en Little Italy la tarde pinta sombras en tu rostro cansado, los ojos en ascuas que el alcohol ha incendiado, tu risa que rompe diques y se desborda. Un cigarrillo. Dos. Tres las horas invencibles que esconden ejércitos furiosos. Si tuviera tiempo, qué no te besaría esta noche. El alcohol prende, el alcohol incendia, el alcohol escuece, el alcohol sana. Tengo ganas de partirte en dos. Tengo ganas de encerrarme contigo en una habitación con ventanas a Elizabeth Street. Tengo ganas de comerte los ojos. Si tuviera tiempo, qué no te besaría.
Era frío de mil novecientos sesenta y cinco y Muhammad Alí perdía el conocimiento al golpearse la cabeza contra la lona a la que le había enviado el uppercut certero del puño de Joe Frazier. Era el Madison Square Garden que se quedó en silencio y otro soldado con el regusto ácido del napalm en la garganta. Era frío de los sesenta. Frío de Nueva York. Soy tan rápido que anoche apagué la luz de mi habitación y me metí en la cama antes de que la habitación estuviera a oscuras.
¿Qué queda detrás de las palabras? ¿A quién pertenece la ciudad cuando está dormida? ¿Y si la ciudad no durmiera y es que se va muriendo poco a poco? Un negro enorme, sonriente y educado alquila bicicletas en una esquina de Times Square. Nos espera un avión en el aeropuerto de las seis y media. Yo acabo de perder la paciencia en una habitación con moqueta roja y palabras y caricias de ojos cerrados en las esquinas. En un hotel de la calle veintitrés he perdido las manos.
Te escribo para decirte que estoy bien y está lloviendo. Ella ha salido descalza a fumar a la calle. Atrás dejamos túneles y fábricas, aviones que despegaban cada tarde sin ningún destino. Paseamos Nueva York, tal vez un poco desesperados, y encontramos tiendas de relojes de cuerda, árboles de plástico, disfraces de enfermera y café para llevar. En el espejo del Hudson la brisa del atlántico y un océano, las playas como cuerdas de acróbata desde la ventanilla del avión y las noticias en los periódicos que nos recuerdan cuando fuimos niebla y estuvimos locos. Si tuviera tiempo, qué no le besaría esta noche antes del sueño vencido, la sacudida de los músculos cansados, el sabor de su lengua. Todo el mes ahorrando para ir a verle, que incluso me lo quité de las cervezas con los amigos en la barra del bar, y aquella noche DiMaggio fue incapaz de hacer un solo jonron. Habitaremos otros días de octubre en los que no seremos sensatos, ni conscientes del tiempo que vivimos. El avión tiene las alas llenas de lluvia y aparece en los monitores que despegaremos con retraso. Cuando fuimos niebla y anduvimos como locos. Entonces hicimos el amor y puso la planta de sus pies en mi pecho.
En mil novecientos setenta y cuatro, el padre de Klaus compró un cartón de tabaco americano y un disco de Dolly Parton en el puerto de Hamburgo. El padre de Klaus murió un domingo de noviembre, el tercero que anochecía sin dejar de nevar. Después del entierro, Klaus regresó a casa, encendió la chimenea y preparó café. Comenzó a mirar fotografías con las esquinas dobladas por la humedad y el frío, a leer antiguas cartas, a llorar recuerdos pequeños. Detrás de una caja en el fondo del armario encontró el disco de vinilo. Klaus vive ahora en Nashville y regenta un albergue.
¿Qué te dijo Johnny Cash cuando le contaste que Elvis había muerto?
Desde la cama escucho los trenes que llegan a la estación y silban noviembre. Los vagabundos duermen en los bancos de las avenidas en el downtown desierto. Johnny Cash está en la ciudad pero Carl Perkins aún no ha llegado. En las cafeterías puedes tomar café recién hecho y un pedazo de tarta de manzana por dos dólares con cuarenta. Sales de la ducha aún con sueño y despacio me besas en los labios. Y Jimi Hendrix, ya ves, aunque sea zurdo, también ha venido, continúas. Me gusta observar el ritual con que te vistes. Johnny Cash está muerto, respondo. No, aún no. Pero dice que está tan cansado que ya no escribe canciones, sólo epitafios, que busca a Elvis por las esquinas como un boxeador noqueado y que no ha vuelto a pasear vestido de negro y triste por el distrito. Ha vendido las guitarras y el arpa y se ha despedido de los chicos de la banda. June era mis señales en el camino. Me alzaba cuando estaba hundido, me animaba cuando estaba débil y me amaba cuando estaba solo y me sentía desamparado. Es la mujer más grande que jamás he conocido.
El puente de la autopista cruza la avenida y la parte en dos. Cuando el avión aterrizó en los campos al lado del río tenía los depósitos vacíos y ya no había nada que hacer. Todos dijeron que era demasiado tarde. ¿Demasiado tarde para qué? It´s too late, my friend, nos vamos poniendo viejos. Un alemán llamado Klaus nos ofreció una taza de café y dos camas en una habitación con las paredes escritas. ¿Qué otra cosa podíamos hacer si todos dijeron que ya era demasiado tarde?
Los vaqueros limpian el polvo acumulado en las alas de sus sombreros. Los cantantes de honky tonk beben tequila en vasos pequeños que después lanzan contra los espejos y tienen los brazos tatuados, el pelo engominado, los ojos azules y audaces. Yo escucho canciones que me hacen recordarte. Las tardes en el piso alquilado en las afueras, encima del taller de coches que un día pintaron de verde, cuando mi padre escuchaba esos discos y pedía silencio. Los vaqueros limpian el barro de sus botas de piel porque las calles del distrito están sucias después de llover. Dos guitarras, un batería, un contrabajo y una rubia borracha que se arrima a cualquiera. Ya tiene cerveza suficiente. Ahora quiere, al menos, una hora de afecto.
No dijo nada. Me pidió que me fuera. Cuando abrí la puerta, se levantó y gritó frente a la ventana que era mentira. Que todo era una puta mentira.
Yo jamás te hubiera disparado por la espalda. Yo jamás te hubiera esperado en la entrada de los apartamentos Dakota. Jamás.
A las siete de la tarde del cuatro de abril de mil novecientos sesenta y ocho en Memphis algunos dicen que James Earl Ray llevaba tres horas sentado frente a la ventana, sin apenas variar la postura de su cuerpo. Estaba a punto ir a mear cuando la oportunidad le encontró apoyando las manos en el alféizar para levantarse. Se sentó de nuevo, despacio. Amartilló el Remington que le habían prestado. Y no la desaprovechó. Después se marchó en un Mustang blanco camino de Atlanta.
Ahora sé que tenemos que largarnos cuanto antes de aquí, llegar hasta el sur, beber cerveza, escuchar jazz. Tengo ganas de partirte. Los hoteles de Memphis tienen lluvia en las ventanas y patos que cruzan la entrada dos veces al día para ir a nadar a los pantanos. Tú sigues tumbada a mi lado en la cama mirando al techo. Tú sigues intacta y esta ciudad nos ha vencido. Alguien disparó dos veces en un barrio del sur y la policía lo está buscando. Vigilo mi espalda en las avenidas, en la calle que cruzó la bala que mató a Martin Luther King, en los oscuros garitos a donde en mil novecientos setenta y seis acudían los amigos de Elvis para conseguir anfetaminas. Guardaespaldas, sicarios, lameculos que siguen sentados en Thunderbirds aparcados en Presley Bulevar vigilando día y noche a las puertas de Graceland, ahora que Priscilla ya no les deja entrar. No es fácil vivir cada día con el fantasma de un Elvis al que nunca llegaron a conocer. Ahora sé que tenemos que largarnos cuanto antes. En mil ochocientos treinta y ocho el gobierno expulsó a los cheroquis hacia el oeste por el sendero de las lágrimas. Deja encendido el motor, robaré unas gafas de sol apuntando con el dedo a la dependienta y saldré corriendo. Con rabia doblaremos la esquina en Union Street y no volverán a saber nada de nosotros. Quítate la ropa. Aquella noche tu padre te pegó fuerte porque te habían visto bailando en los garitos de los negros. Sé que, si me lo propusiera, haría tratos con el diablo. Martin Luther King y Elvis están muertos. ¿Lo sabías? Les lloran en Harlem y en algún pueblo pequeño y polvoriento de Louisiana. Te escribo para decirte que hoy no estoy bien. Nos vamos, camino del sur, oliendo a polvo.
A las afueras de Memphis la lluvia no da tregua. Tus manos no dan tregua. Trescientas cincuenta millas antes de llegar a Nueva Orleáns cae la tarde. Los caimanes se adentran en las aguas grises del río Misisipí. Un barco de vapor surca el río. Del piso más alto lanzan al agua el cuerpo de otro tahúr vencido. Los caimanes olieron la sangre cuando escucharon los disparos.
El veintiocho de agosto de dos mil cinco en Nueva Orleáns, Tiffany caminaba en dirección al trabajo. Al doblar la esquina en Canal Street, una ráfaga de viento tumbó un cubo de basura. Seis bolsas negras y restos de comida se esparcieron en la acera. Tiffany se detuvo, miró al cielo y sintió un dolor punzante en el estómago.
Ojalá te parecieras un poco a Marlon Brando y yo, en lugar de en un coche alquilado, hubiera llegado a la ciudad en un tranvía.
¿Dónde estabas, amor, cuando empezó todo, cuando el viento batía las pérgolas y los quinqués colgados en los balcones del barrio francés hasta hacerlos saltar en añicos contra el techo?
Dejó escrito su epitafio en un billete de dólar que abandonó en la barra de aquel bar. Un collar negro de cuentas de vudú apareció la mañana siguiente colgado en el pomo de la puerta de su casa en el barrio de Marigny. La tormenta alcanzaba las playas y una orquesta tocaba en el altar de la catedral de Saint Louis. La tormenta se tornó en huracán. La orquesta estaba compuesta por veintidós músicos más el director. Todos tocaban instrumentos de viento.
Los músicos de jazz tienen algo de locos y algo de suicidas o de asesinos. Cuentan que muchos de ellos cargan algún muerto a sus espaldas, que muchos de ellos matan el dolor y los recuerdos tocando cada noche, sintiéndose libres, apretando el gatillo o agarrando con fuerza el talle de sus navajas.
Se marcharon de Nueva Orleáns tocando en los barcos que llevan al norte. Los burdeles donde empezaron fueron derruidos. El barrio rojo está cerrado. Olvidado. Esas calles ya no existen. No vuelvas a preguntar por ellas. Laissez les bons temps rouler. Deja que ellos abandonen la ciudad. Cierra la puerta con llave y quédate conmigo hasta que todo acabe. Cierra la puerta con llave y ven a acostarte conmigo. A veces hay canciones que se te quedan pegadas a la piel.
Podéis ahora maldecirme o ignorarme, reíros a mis espaldas, insultarme en los cafés, escribir infamias; pero pasarán las lunas y será mi música la que se escuche en los teatros y en las catedrales, en Vancouver y en Nueva Orleáns. Y no la vuestra.
¿Quién guarda las armas? ¿Quién tiene con los amigos cuentas pendientes? ¿Quién sabe dónde duerme el enemigo? ¿Quién escuchará el clangor que anuncie el fin de la batalla? ¿Cuántos versos hacen falta para desarmarte? ¿Cuántas personas hay en el mundo dispuestas a clavarme en el corazón una estaca?
El ruido del secador, los pies descalzos, las seis de la tarde, quiromantes, brujos y curanderos que sin preguntas te leen el pasado, el tacto áspero de las paredes mudas, las líneas de la mano, tus tetas desnudas. Hay canciones que se te quedan pegadas a la piel. Tú no tienes ni idea de cuánto duele esto. Jackson Square. La esquina de Bourbon con Saint Louis. Las noticias de los periódicos que nos recuerdan cuando fuimos niebla y estuvimos locos. ¿Cuántos versos hacen falta para desarmarte? Y anduvimos como locos.
En la ciudad que el huracán lanzó al aire y convirtió en mar los vagabundos pelean contra la noche dormidos en los bancos de la plaza de armas. En el patio interior del hotel tañen las campanas de la catedral. Son las seis de la tarde. La noche de los vampiros, el calor del golfo de México, las aguas grises del Misisipí, un vagabundo que, loco como lo estuvimos nosotros, llega a la noche en los soportales de Santa Ana y entona una canción con voz grave y se burla de los caminantes. Está escrito en los días: las tormentas más violentas siempre tienen nombre de mujer.
Una trompeta, un clarinete, dos guitarras, un contrabajo y una mujer menuda de voz grande que bebe café cuando no canta y lleva puestos leotardos negros arrugados encima de las rodillas. Un portal, una acera con grietas y restos de humedad, una funda de guitarra abierta, tapizada de terciopelo rojo y repleta de billetes de un dólar y monedas de cobre, seis epitafios, Decatour Street cerca del río, frío, tú y yo apoyados en la puerta de un coche, una pareja que baila swing y a ratitos se desmorona como terrones de arena, como castillos de niebla. A ratitos se desmorona y la trompeta enmudece. La mujer menuda que lleva puestos leotardos empieza de nuevo a cantar. El público sonríe.
A veces las calles tiemblan y nos quedamos a oscuras. A veces andamos torpes y sin importarnos que pase el tiempo, que sople el viento, que el día camine a velocidad diferente. A veces hay canciones que te dejan heridas en la piel.
Tenemos un coche alquilado esperándonos en el aparcamiento del aeropuerto. Dos noches. Fuego y luces que van apagándose como se apaga la madrugada, dos días perdidos en Baton Rouge, tumbados en la cama, rendidos, velando armas antes de adentrarnos en el desierto. ¿Quién escuchará el clangor que anuncie el final de la batalla? La casa vuela por los aires. Un negro afroamericano ha sido detenido en las calles de Marigny acusado de haber robado un coche. Si me lo propusiera, lo sé, haría tratos con el diablo. Y no me quedaría sentado de brazos cruzados esperando un autobús que viaja al oeste dejando tras de sí polvo y lágrimas, mientras te fumas la ciudad y te muerdes los labios. Las velas en la plaza de armas ya no arden. I wait for you in Baton Rouge and I miss you down in New Orleans. La radio prendida en un idioma que desconozco. El ruido de la ducha que traduce tu cuerpo desnudo. El canto del cisne en un hotel de cinco estrellas. Con los ojos arrasados y tristes como perros entregamos las llaves, una canción de oasis, y pedimos un taxi.
¿Quién de todos nosotros será el primero en revelar el secreto?
Te escribo para decirte que el Misisipí no es tan ancho como lo imaginaba, que de los barcos cada noche lanzan al agua tahúres vencidos y apaleados, que los caimanes custodian su festín de huesos en los meandros y duermen al sol en las orillas hasta el atardecer, que huelen la sangre cuando escuchan los disparos.
A la una de la tarde en algún lugar perdido de Louisiana sopla el viento en los juncales y hay canciones de country y besos mejores que una habitación en un hotel de cinco estrellas. Yo he conducido despacio un Mustang blanco por las calles desiertas de Memphis a las tres de la tarde. Yo sólo quiero comerte los ojos. Hay canciones que se te quedan pegadas a la piel.
Las plataformas petrolíferas arden en llamas azules que se confunden con el cielo de la tarde y se hunden en un horizonte borroso y extraño tras explosiones de azogue. Helicópteros negros despegan de las refinerías en bandadas que hacen reír a los alcaravanes. Sentada en el capó del coche desafías a la playa y un cangrejo despistado te observa y lentamente hacia atrás va cubriéndose con el agua del mar. Se oyen sirenas, motores, gritos lejanos, helicópteros que regresan a tierra, tú sin bragas te secas el pelo frente al espejo, ríen de nuevo los alcaravanes, las garzas, postes de tendido eléctrico en fila señalan el camino a Texas, las casas en el aire, palafitos, nubes rojas, yo tengo puesta una camisa de fuerza, un sueño, Louisiana, los ojos grises muertos de los tejones en el arcén atropellados en el intento. Cierra la puerta con llave y ven a acostarte conmigo. Anunciados están los caminos para escapar de la tormenta.
Entre el sol y la cama de la noche deshecha el perfil de tu cuerpo en el quicio de la puerta. En las manos traes dos cafés, dos huevos duros y tres manzanas. Las hojas de un sauce llorón atrapadas en el agua verde de la piscina en el patio interior del motel donde estamos escondidos. Acezas. Duerme, amor, que hoy llegaremos a las puertas de San Antonio. Conmover: mover fuertemente o con eficacia. El ruido del cigarrillo consumiéndose en la noche del desierto, el motor del coche caliente y desorientado, el juego de buscar adjetivos y unirlos a sus gestos. Desheredados, los últimos reyes de la tierra con manchas de mostaza dulce en los zapatos bailan una canción lenta al lado de un Ford enorme con las puertas abiertas.
Trece días. A los trece días de asedio sobrevivieron cientos de soldados y dos héroes. El tipo de la gasolinera me contó que en verdad los héroes no habían muerto defendiendo sus posiciones. Se disfrazaron de mujer y junto a ellas se escondieron en el sótano para librarse del fusilamiento. Pero fueron descubiertos, ajusticiados a la mañana siguiente y, de sus cuerpos al sol presa de los zopilotes, quedó una leyenda que se cuenta y se repite como cuentas de rosario.
Nunca te llevan el desayuno a la cama en los moteles de carretera. Aunque esté incluido en el precio y llegues antes que el amanecer a la cafetería, cuando la camarera despeinada y despistada está encendiendo la plancha, ordenando los tarros de azúcar, vertiendo el agua en la cafetera, rascándose la nuca en un gesto automático de apoyo a toda esa rutina. Y da media vuelta entre asustada, liviana y disneica. Tiene la sonrisa escondida detrás de unos ojos tristes y restos de carmín en las comisuras. Deambula como alma en pena llena de miedo y sin descanso y te dice no, lo siento pero no puedes llevarte los cafés y las tostadas a la habitación. Y se queda mirándote en silencio, calibrando, pensando que, si se diese la oportunidad, tal vez, estaría dispuesta a acostarse contigo.
Paseamos calles vacías, carreteras cortadas que ya son leyenda, autopistas a punto de desaparecer bajo la tierra del desierto y que no llevan a ninguna parte. Te despiertas con la aurora y tomas café sentada frente a la ventana. Los camiones, gigantes amables, no dejaron de pasar en toda la noche. Ahora que el sol calienta, sentados en la calle bebemos café, hablamos de otras cosas. En el desierto echa siempre un vistazo en tus zapatos antes de calzarte. El hospital más cercano está a setenta millas y la sangre desde los pies hasta el corazón circula muy deprisa. Los coyotes abandonan la quebrada para continuar con sus andanzas. A esta hora ya debería haber llegado. Es tarde. A John Wayne han debido herirle los apaches en el desierto.
El coche tiene las llaves puestas y el asiento del copiloto echado hacia atrás. Por la carretera se acerca una patrulla de la policía mexicana. La línea imaginaria de la frontera nos parte en dos. Nos partimos. ¿Y si quedase el perfil de tus manos dibujado en la tapicería del techo?
Ella duerme un sueño o una pesadilla. En la habitación de al lado, un tipo con gorra, bigote despeinado, camisa de cuadros verdes y vaqueros negros ajustados lleva ya más de diez cervezas y grita algo que no entiendo mientras ve jugar a los Mavericks en la televisión por cable. El desayuno se sirve a partir de las seis me dice la recepcionista, sorprendida aún del lugar de donde vengo. En una gasolinera a veinte millas de aquí nos dijeron que tuviéramos cuidado con los ciervos que cruzan de noche la carretera.
Hay heridas que te dejan canciones en la piel. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que volvamos a ser niebla?
Si hubiera tenido agallas para robar aquel coche a estas alturas estaríamos tan lejos, seríamos ya hijos de otro mar, de otro viento, de otra noche con estrellas de luz eléctrica, cervezas, tequila y limón, rubias baratas, guapos con el pelo grasiento y cómplices de todo ello ya no harían falta más tratos. Estaríamos siempre juntos. Si hubiera tenido agallas o hubiera sabido cómo hacerlo.
Una harmónica suena en la sombra cuando cruzamos a toda velocidad el cauce seco de un río. La radio da vueltas al dial pero no encuentra ninguna emisora. Estamos en las montañas ganadas arteras a los indios. Es tarde. A esta hora ya debería haber llegado. Han debido herir a Clint Eastwood los navajos en las montañas. Entró en el bar un camionero asustado. Acababa de atropellar un ciervo.
¿Qué diría ahora tu padre si viera bajo los neones del bulevar tu cuerpo desnudo en las fotografías que anuncian el comienzo de la temporada de espectáculos en el Bellagio?
Me jugué el último dólar que me quedaba, el que llevaba escrito tu epitafio, en una máquina tragaperras del primer casino al que me dejaron entrar en Las Vegas. Y lo perdí. Ella dijo tengo miedo de que esta ciudad sea mentira mientras me miraba y buscaba con las manos dentro de mi cuerpo.
Yo jamás te hubiera pegado cinco tiros. Yo jamás hubiera hecho de un libro mi declaración.
¿Puedes conseguirme un poco de gasolina?, preguntó pensativo mientras engullía con hambre de tres días una hamburguesa. Terminó. Saciado se limpió los labios con la servilleta. La estrujó en su mano izquierda y, al tiempo que lanzaba la bola de papel al plato vacío, encaró la mirada de su mánager quien, frente a él, conservaba aún una mueca de sorpresa en el rostro. Voy a quemarla. Aquella noche del pacífico en Monterey, después de un concierto mediocre, Jimi Hendrix prendió fuego a su guitarra.
El sol de California se cuela por la mirilla de la puerta. Ella se levanta temprano como cada mañana, sale a la calle y, sentada en la escalera, se desayuna dos naranjas y un cigarrillo. A su alrededor comienza a dar vueltas la mañana. Ella regresa con el sabor de la fruta en los labios. Y volvemos a ser torpes.
Busco una palabra para cada pieza del mundo y tengo ganas de dejar atrás estas paredes manchadas de humedad, la persiana desencajada, las latas vacías de cerveza, los ceniceros llenos de piedras. Tengo ganas de dejar atrás las bisagras que chillan, la moqueta azul desflecada, los milagros, los polvos mágicos, el sonido de un saxofón que llega al patio interior desde la esquina de la calle, las palomas que tiritan, a veces de miedo, a veces de frío, y mueren hambrientas y enloquecidas en los callejones. Tengo ganas de dejar atrás tantas palabras. Y salir a pasear contigo.
Yo jamás te hubiera esperado en la entrada de los apartamentos Dakota. Yo jamás hubiera encendido velas en Central Park para recordarte. Ahora todos quieren saber dónde está la pistola con una bala de plata en el tambor. Me miran en silencio. Serios y diminutos se creen muy listos. Dicen que asustado salí corriendo y la tiré al Hudson. Pero no es verdad. Yo estaba allí leyendo cuando todos, serios y diminutos también, llegaron y dijeron que estabas muerto.
Algunas noches llegaba cansado a casa después de estar el día entero pintando la ciudad. Tú me esperabas en el salón viendo películas que hicieron en Hollywood en los años cincuenta. Llevabas puesto un sombrero. Y nada más.
¿Qué dirá ahora tu padre cuando tenga que reconocer en la mesa fría el cuerpo roto de su hija tendido sin nota de despedida a los pies de la ciudad?
Nos perseguía el invierno, noviembre cuando el otoño apareció acribillado a tiros en el portal de la mañana. Silbaba el domingo un viento culpable la noche en que se escucharon los disparos, el légamo abisal donde dormían las pistolas, las lágrimas imposibles en un tiempo imparable. Todas las monedas que encontraste. Todas las suertes que tuvimos.
Y gastarían las horas en hoteles baratos de días nublados en relojes que, tarde o temprano, serían devorados por el mar. Y gastarían las horas con sombreros que duermen encima de televisiones encendidas, espejos mal colgados, llamadas de teléfono que nadie contesta, el periódico de ayer, el ruido de la aspiradora golpeando contra las paredes, los seis mil doscientos pasos que hay de aquí al mar, las tiendas de licores y tabaco que abren de madrugada para atender a los desesperados, los suicidas que se agigantan en el último instante y se atreven a saltar. Quiero seguir sorprendiéndome cuando llego por la noche a las ciudades de tu cuerpo.
Desheredados. Los últimos reyes de la tierra. Avanzan. Decididos.