Jose Garzón
Madrid, 18 de octubre de 1937.
Querido Miquel,
las noticias que llegan del norte son cuchilladas que anegan mi pecho de temor y desesperanza. Si es cierta, como muchos afirman, la caída de Gijón, el invierno que algunas tardes ya amenaza Madrid será probablemente uno de los más duros que se recuerden. Se me hiela la sangre, Miquel, cada vez que se escuchan a lo lejos los disparos de mortero o suena de improviso, en cualquier momento del día o de la noche, la alarma de los bombardeos. Y qué espectáculo terrible es ver como el tiempo desgarra con perseverancia de insecto las pancartas de “No pasarán” que los compañeros colocaron con tanta ilusión en lo alto de las avenidas. Hace meses que no encontramos azúcar por ninguna parte y el pan es más duro y más negro cada día. La gente por la calle no sonríe y mira al cielo con temor al doblar de las esquinas. Y los ojos de los niños están cubiertos por la tristeza, cuando no por el hambre. Verles así me llena de rabia porque el futuro nos juzgará por el trato que dimos a nuestros pequeños y no debe haber perdón para un pueblo que permite que sus herederos pierdan la infancia.
Cuentan que Gijón está sitiada. Los aviones alemanes sobrevuelan a diario el cielo velado de Asturias y bombardean desde el mar nuestras posiciones, cada vez más debilitadas. Y los soldados del ejército fascista, ávidos de victoria y descanso, cegados por el odio, convencidos de estar en el bando correcto y reforzados por los desertores que en los últimos meses nos han abandonado, esperan en los barrios de la periferia una rendición que, ten claro, no va a llegar. No he conocido en mi vida, Miquel, gente más honesta, fuerte, serena y luchadora. Créeme. Y su sufrimiento es el mío. Aunque mis raíces sean otras, hendidas al sur en una tierra amarilla, seca, trazada de un plumazo por un horizonte donde el sol apenas se detiene; pero hermana de sangre y de hambre. Los asturianos lucharon por una utopía que creyeron cierta hace tres años. Vuelven a hacerlo ahora. Y continuarán, estoy seguro, mientras les quede un resquicio de fuerza y empeño por alcanzar un futuro más justo y más solidario en el que todos seamos menos. Los ricos, menos ricos y los pobres, menos pobres. He visto sus ojos llenos de rabia y de orgullo, sus manos fuertes y ásperas, surcadas de arrugas y líneas de vida que cuentan verdades y sueños en los que la tierra es de todos y no existe el hambre. Es justa su guerra, Miquel, es justa. Yo así lo siento. Como otras veces antes, en esa pequeña tierra norteña habitada por mineros que la horadan con respeto y pescadores que la bendicen con la mirada puesta en la ardentía reside nuestra esperanza, la de todos. Ellos la guardan, como dragones furiosos. Y estoy convencido de que, cuando los rebeldes alcancen una victoria que se antoja inevitable, no habrá futuro para ninguno de nosotros, ni para nuestros hijos, ni para los hijos de nuestros hijos en este país poblado de bestias que no merecemos nada.
He visto morir en este tiempo a demasiados amigos y hermanos. Estoy cansado, Miquel. No me quedan fuerzas para seguir luchando. Ya no encuentro refugio en el alcohol y apenas en la poesía. Aunque sigo tu consejo y escribo cada noche. Te alegrará saber, al menos, que las noticias del norte que te relato me han iluminado. Así, junto a estas letras, te envío un poema, sin título aún (elígelo tú como otras veces), que intenta acendrar en cada verso todo lo que siento. Al igual que los demás que he ido enviando durante estos meses, puedes corregirlo y modificarlo a tu gusto. Ya sabes que confío plenamente en tu ingenio poético tan afilado y en esa acertada intuición literaria que tanto envidio. Espero que, poco a poco, acumules material suficiente para publicar un libro. Sigo el consejo de Antonio cuando me dice que saque del país toda la obra que pueda antes de que los fascistas la quemen, que son alimañas muy del gusto de no dejar rehenes ni huellas.
Me conoces bien. No soy hombre valiente ni arrojado, menos aún sobrio o sin palabras en las manos, así que asumiré mi debilidad y mi cobardía y marcharé, en cuanto me sea posible, de este país que se desangra. Todos los puertos de la nación están cerrados, según me informa un camarada que trabaja en el ministerio. Intentaré salir de España por la frontera de mi adorada Salamanca, rumbo a Lisboa y, desde allí en barco hasta reencontrarme con ustedes lo más pronto posible. Hace semanas que me asalta la ilusión de estar viendo desde la borda las añoradas costas de México.
A veces pienso que la derrota no puede ser peor que vivir con la certidumbre de una muerte que aguarda a las puertas de casa y está dispuesta a atacar sin previo aviso.
Sin más, roto pero decidido, se despide un amigo que lo es y lo será, bien lo sabes.
Un abrazo aún más grande que el océano que nos separa.
P. G.
El 21 de octubre de 1937 la Quinta Columna del ejército franquista recorre victoriosa entre los escombros las calles vacías de Gijón, ciudad destruida pero no vencida. En su camino sin resistencia hacia el oeste, encontrarán en el puerto de El Musel un cementerio de óxido, silencio, cadáveres y viento.
En 1941, la editorial mexicana Minerva, dirigida por los españoles Ricardo Mestre, Miquel A. Marín y Ramón Pla Armengol, publica el libro “Poemas de la Guerra Española”, de Pedro Garfias, escritor de la Generación del 27 nacido en Salamanca y muerto en la ciudad mexicana de Monterrey sesenta y siete años después. En las páginas 70 y 71 aparece un poema que lleva por título Asturias.
Una tarde de invierno de 1970, en su primer viaje a México, Víctor Manuel es invitado a una velada en el restaurante El Hórreo, donde se reúnen los expatriados asturianos que viven en Ciudad de México. En honor del cantante mierense, comen, beben, cantan y recitan poemas. Uno de ellos conmueve tanto a Víctor Manuel que, horas después, cuando llega a la habitación del hotel, coge la guitarra y le pone música. El resto es historia; pero otra historia. No ésta.
Los días de bruma, al amanecer, algunos vecinos dicen que, si prestas atención, puedes escuchar los motores de los aviones de la Legión Cóndor que se acercan desde el mar y las explosiones de las bombas que, durante semanas, cayeron sin descanso sobre la ciudad.
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