(o la improbable historia que involucra a Leonard Cohen en el suicidio de Richard Manuel).
Cohen y Manuel se vieron por última vez una noche de finales de 1984 en el Crazy Tower. El Creitou, como lo había rebautizado la bohemia noyorquina de los ochenta, era un garito en Harlem que Sanidad cerraría meses después por culpa de un cocinero jamaicano sin papeles y tuberculoso. De techos bajos y luces rojas, ocupado por unas cuantas mesas redondas de formica vestidas con mantel de papel a cuadros y una barra de madera al fondo, en su carta destacaban los pretzels con vino caliente, el mejor bourbon destilado en Kentucky y las ostras que, provenientes de la costa este, hacían acto de presencia aún vivas en los platos. Todos estos manjares y más se podían degustar mientras escuchabas al cuarteto local, batería, teclado, bajo y guitarra, dueño de un repertorio lo suficientemente amplio como para acompañar a algún cliente si, en los postres o durante los primeros tragos de la noche, decidía subir a la tarima que, en un rincón, hacía las veces de escenario, lugar privilegiado desde donde observar el tráfago de cocainómanos, heroinómanos y alcohólicos que se daban cita las seis noches a la semana que el Creitou permanecía abierto hasta el amanecer. Allí habían tocado en alguna ocasión Lou Reed, Debbie Harry, Sonny Rollins o Chick Corea.
Cohen y Manuel se conocieron a principios de los setenta, cuando John H. Hammond, mánager de Columbia Records, sello discográfico de Dylan y de Cohen desde 1967, les presentó en las oficinas que la empresa tenía en Washington D.C. Siempre que conversaban, lo hacían con esa suficiencia que los canadienses desprenden cuando están juntos en Estados Unidos, seguros y confiados de proceder de un país más civilizado, más silencioso y más frío que la salvaje América donde, sin embargo, competitivos y narcisistas, son capaces de sobrevivir y destacar hasta convertirse en ídolos de miles o, incluso, millones. Cohen pensaba que Manuel era el teclista y cantante de un grupo aún más sobrevalorado que Dylan y que no serían capaces de mantenerse en lo alto tras el canto de cisne que fue “El último vals”. Manuel pensaba que Cohen había escrito tres o cuatro canciones decentes pero lánguidas, que sus poemas eran mediocres y que se dedicaba a aprovechar la fama para acostarse con quien le viniera en gana, hombre o mujer, creía Manuel, por eso siempre se mostraba un tanto a la defensiva cuando se encontraban. Tal vez ninguno de los dos estaba del todo equivocado. En algún momento de la nueva década, aquella generación a la que pertenecían comprendió que no iba a ser capaz de cambiar el mundo. Entonces unos se cortaron el pelo, rasuraron sus barbas y vendieron las camisas de franela y los pantalones de pana para comprar trajes oscuros que combinaban con camisetas de cuello redondo y color ceniza, dejaron los lentos viajes lisérgicos por las drogas rápidas y alegres, apartaron las guitarras acuśticas y se dejaron envolver por el sonido artificial de los sintetizadores. Y una tarde soleada de otoño se descubrieron enfocados por el objetivo de mujeres invencibles con las que después se acostarían, mientras comían plátanos entre las ruinas de la ciudad o paseaban ufanos por las playas desiertas del invierno en Normandía, sin más preocupación que la de continuar en el lugar al que los años les habían encaramado. Otros se convirtieron en parias desterrados en un tiempo que no era el suyo, tahúres vencidos habitando un presente que ya no existía, un futuro que no les pertenecía donde tenían que viajar por carreteras secundarias a ciudades cada noche más pequeñas para tocar en bares más oscuros en los que beber después el alcohol más amargo que les permitiera aguantar a las grupis más viejas. Aquella noche, la última en la que estuvieron juntos, uno presentía los días de gloria que le aguardaban. El otro, por el contrario, golpeaba el fondo, su propio fondo, con perseverancia y obstinación.
Cohen caminaba entre las mesas de regreso a la suya, después de hablar con Don DeLillo en la barra, cuando se topó con Manuel, que buscaba, sin éxito, un sitio libre. Muchacho, cuánto tiempo, dijo Cohen a modo de saludo. Esta noche toda Nueva York está aquí dentro. No encontrarás una mesa vacía. Sentaos con nosotros. Venid. Tras las presentaciones, la novia de Cohen, Dominique, y Arli, la mujer de Manuel, se marcharon juntas al baño. Compartieron sobre la taza del váter un par de rayas de cocaína, mearon y se dieron un pico entre risas antes de regresar a la mesa donde los dos músicos continuaban hablando. He contratado a una contable que es jardinera. Sabe perfectamente donde hay que plantar el dinero para que crezca. Me hará inmensamente rico, dijo Cohen después de sorber una cucharada de la sopa de ajo humeante que estaba cenando. Llevo cuatro horas sobrio y esta ciudad me parece una mierda, contestó Manuel. Se acercó a la barra y pidió dos botellas de Grand Marnier. Si me dices que lo tuyo con Janis fue cierto, dijo al sentarse de nuevo frente a Cohen, te cuento que el micrófono de Robbie siempre estaba apagado en los conciertos. Richard, le reprendió Arli. No es lo mismo, contestó Cohen. Me importa un huevo que no sea lo mismo. De los dos, no sabría decirte quién me resulta más feo. Bueno, Janis iba hasta el culo de caballo aquella noche. Lo imagino. Cuando yo la conocí, ya era una yonqui de primera. Nos vamos a bailar, dijeron las chicas. Y ambas se levantaron, cogidas de la mano, sin esperar respuesta. Cambiemos de tema: esta tarde terminé de escribir una canción que quiero grabar para mi próximo disco. Se publicará en un par de semanas. Cántamela. Y Cohen, casi en un susurro, tarareó los primeros versos: Bien, escuché que había un coro secreto… ¡No me lo puedo creer, Leonard! Has compuesto una canción de misa, una puta canción de misa. Sírveme otra copa, anda. Será un éxito, tranquilo. La cantarán ejércitos rojos, coros de monjas menopáusicas y prostitutas mexicanas mientras cabalgan sobre las flácidas barrigas de los magnates texanos del petróleo. En estas estaban cuando se acercó a la mesa Philip Seymour Hoffman, de aquella un adolescente pelirrojo, gordo, con gafas, la cara llena de granos y borracho como una rata. Buenas noches, disculpen. Mi nombre es Philip. Tengo diecisiete años y acabo de entrar en la escuela de teatro de la New York State Summer School of the Arts. Señor Cohen, ¿podría darme usted un buen consejo? Por supuesto, hijo, contestó Manuel en su lugar. Vete a tomar por culo de aquí y pilla el primer taxi que te lleve a casa. Philip se quedó en silencio, sonrió y desapareció tambaleante. ¿Te has fijado en la rubia que está bajando las escaleras, Leonard? Sí. ¿La conoces? Porque todo el mundo parece conocerla, preguntó Cohen. Ajá. No sé cómo se llama; pero es la rubia de Risky Business. ¿La viste? Pues no. Pero prometo firmemente romperle el corazón. No parece del tipo de mujeres a las que se les pueda romper el corazón tan fácilmente, querido Leonard. Bueno, ¿quién sabe?, respondió Cohen. Y sorbió otra cucharada de sopa con los labios fruncidos mientras su mirada se mantenía fija en el humo que desprendía la superficie del líquido en el plato. Ella es árbol y destino. Yo, la sombra y el viaje. Te lo regalo, Richard. Manuel le miró durante unos segundos, repitió el verso en voz baja y levantó la copa en un signo de aprobación. Gracias, Leonard, dijo. Escribiré pronto una canción. Lo único que, en verdad, me interesa de una mujer es el borde superior de sus clavículas. ¿Eso es otro verso? Lo es. Pero ni lo toques, le advirtió Cohen mientras se levantaba para dirigirse con pasos decididos al encuentro de Rebecca de Mornay.
Richard Manuel se ahorcó la madrugada del 4 de marzo de 1986 en la habitación de un hotel en Orlando. Tenía cuarenta y tres años. A la pregunta de un policía que investigaba la muerte, Levon Helm, la última persona que vio a Manuel con vida, contestó: “sí, estaba borracho. Tanto o tan poco como lo había estado en los últimos quince años. Dijo que necesitaba estar solo para ver si era capaz de terminar la letra de una canción que escribía desde hacía meses, a partir de un verso que le había regalado Leonard Cohen. Un verso indomable y salvaje como un bronco, dijo”.
El 21 de octubre de 2016, Leonard Cohen publicó “You want it darker” su disco de estudio número catorce. En la presentación del álbum ante la prensa, Leonard Cohen dio la impresión de haber encontrado el sitio adecuado para todos y cada uno de los versos que compuso a lo largo de su vida. Diecisiete días más tarde, muchas madrugadas después de que Richard Manuel se suicidara en Florida, Leonard Cohen murió mientras dormía en la habitación de su casa en California.
Jose Garzón.
Super interesante el articulo!!!