Jose Garzón.
Para recordar, escuchamos canciones. Para olvidar, bebemos. No podemos escuchar canciones para olvidar. Si es lo que queremos, entonces hay canciones que no podremos volver a escuchar en lo que nos quede de vida.
La sala de espera con las columnas de revistas de divulgación científica atrasadas, las plantas de tela adornando el alféizar encima del radiador de hierro, el ruido del tráfico que se acrecentaba con el paso de la tarde, acercándose la hora en que la ciudad regresa a casa después del día de trabajo, un imprevisto que obligó al psiquiatra a demorarse, ha prometido regresar y atenderles como tenía pactado, dijo la enfermera, de pie en el quicio de la puerta, medias blancas gastadas en las rodillas, las caderas desencadenadas y, allá arriba, la mirada huidiza, las gafas de carey en equilibrio imposible sobre la punta de la nariz, los hombros perfectos seguidos de unos brazos que sujetaban una carpeta que le cubría los pechos, como un salvavidas o como un escudo, como si necesitara protección frente a nosotros, que llevábamos más de tres cuartos de hora en silencio, yo escuchando un disco de Sharon Van Etten a través de los auriculares, tú leyendo un libro cuyo título y autor no recuerdo o nunca supe. Y después casi una hora más para intentar entablar algo parecido a una conversación mientras la noche se iba acercando desde el mar. Yo te conté mi tristeza, tú me hablaste de tus miedos hasta que apareció el psiquiatra, sonriente, cargado de disculpas y de peros, y dijo, les atenderé como se merecen, mis queridos. Delfina, que vaya pasando el primero. Se llamaba Delfina, ¿recuerdas? Lo que nos reímos días después en nuestro primer café.
Busquemos una canción que te libere, dijiste mientras me abrazabas, una canción alegre que sea nuestra, que podamos bailar siempre que queramos, que no nos detenga, que cuando aparezca de repente en un bar o en el supermercado, en la cola del banco o justo antes de dormir, me haga pensar en ti, código secreto de la rutina, antídoto contra los días grises. Pon la radio, dijiste. Déjala encendida hasta que aparezca. Será la primera canción que nos haga bailar. Y que la vida nos mantenga salvajes. Yo quiero verte danzar.
Recuerdo marzo y tus ojos, el ruido de la puerta de casa al abrirse mientras yo leía una novela de Rulfo, el sol de la tarde marcando un oblicuo hasta estrellarse contra la pared desconchada del salón, tus pasos decididos hacia la mesa y después tu sonrisa cuando anunciaba futuro, un vestido azul estampado de pequeñas flores amarillas, el pelo recogido con un rotulador edding 3000 permanent marker negro en un moño alto, la novela de Rulfo, el llavero con forma de elefante que compraste en el rastro, entrechocar de metales innobles, latón y cobre, las gafas de sol abiertas y abandonadas boca arriba en una de las esquinas y el mapa que traías enrollado entre las manos, extendido sobre la mesa, la novela de Rulfo otra vez, cerrada y perdida la página. Ven, dijiste. Ven y echa un vistazo. Este es el plan.
El bullicio de Estambul, tráfico y algarabía, el olor de sardinas asadas que los puestos callejeros ofrecen para cenar, el sabor amargo del té que enfría en el vaso, la última tarde en la ciudad antes de poner rumbo a Bulgaria. ¿Cómo eran capaces de mantener el sombrero en su sitio?, preguntas. Y nos echamos a reír. Derviches dejándose llevar, con la cabeza ladeada y los brazos extendidos, danzando en círculos, cada vez más rápido, elevando el vuelo de sus faldas blancas. Están conectados al universo, respondo. Y apuro el té.
El autobús atraviesa la triple frontera de Edirne, donde el miedo y la miseria de los europeos levantará muros. Tú duermes a mi lado. La cabeza apoyada en mi hombro. El perfume de tu pelo es lo que recuerdo con más nitidez del viaje, cuatro horas hasta llegar a Varna. Después el restaurante atestado, ruido incesante de platos y gritos de alegría. Muchachos adolescentes preparan las brasas sobre las que bailarán sin quemarse los nestinari que ahora se concentran, con la cabeza agachada y los ojos cerrados, todos los músculos del cuerpo en tensión. Yo me quedo en silencio cuando caigo en la cuenta de que es la primera vez que estoy frente al Mar Negro. Su quietud me devuelve la mirada. De la superficie del agua parece desprenderse la noche lentamente.
Durante un tiempo supe mantenerme alejado de todo aquello que me hacía daño, entretenido en la construcción de un personaje que probablemente no me pertenecía, pero en el que me sentía cómodo porque tú hacías que fuera todo fácil. Y las canciones alegres, los viajes y las tardes de invierno encerrados en casa sin echar de menos nada ocuparon todo nuestro tiempo. Y, por primera vez en mi vida, parecía ser suficiente para mí. Y bailar. Y verte bailar.
A la sombra del pórtico de la iglesia de la Asunción, los vecinos de Pomeroy se reúnen en clanes para disfrutar de la fiesta. Comen carne asada y beben cerveza negra. Al ritmo del bodhran y el buzuki, que tocan dos hermanos gemelos, las primeras parejas se animan a bailar. Sus pasos levantan polvo que se mantiene suspendido en el aire tibio de la tarde de verano. Me abrazas por la cintura mientras hago fotografías. ¿Sabes?, casi nunca tengo miedo, susurras en mi oído.
Fue al volver de Irlanda. Sé que no debía, pero lo hice. No debía escucharlas porque sabía que ciertas canciones de Battiato se me iban a meter dentro. Y así fue. Y, aunque quise, no pude sacármelas de encima. Y el veneno sobre el que escribió Sam Shepard me atrapó sin remedio y, como tantas veces antes, no encontré la salida. El mito es un medio poderoso porque habla a las emociones y no a la cabeza. Nos traslada a un área de misterio. Creer en algunos mitos es venenoso, pero otros tienen la capacidad de cambiar algo dentro de nosotros, incluso si sólo es durante uno o dos minutos. Battiato creaba en mí una atmósfera mística de la tierra que nos rodea. La tierra por la que caminamos cada día y que nunca vemos hasta que alguien nos la enseña.
El recepcionista dice que desde la azotea podemos ver el Adriático. Y no miente. Las nubes del amanecer son como zarpazos en un cielo azul claro. El mar define el horizonte. El almuédano de la mezquita de Ethem Bey comienza su plegaria. Desde una estación al sur de la calle, Radio Tirana transmite una canción de Gogol Bordello. Les imagino huyendo a toda prisa de Chernobyl, bajando a trompicones las escaleras del edificio y con las maletas a medio cerrar, a punto de ser atrapados por una lengua de azufre.
Intenté fingir, mirar hacia otro lado, pero fui cayendo poco a poco, día a día, porque cuando uno es de canciones tristes, lo es para toda la vida. Las canciones alegres duran solo un rato. Y aunque sabía que volver a escuchar canciones tristes me destruiría por dentro, no pude evitarlo. Sé quien soy y lo que me persigue, aunque entonces no quisiera reconocerlo, aunque me negara; pero soy mucho más de El animal que de Yo quiero verte danzar. De nada sirvió partirnos de risa viendo una y otra vez la imitación de Franco Battiato que hicieron Martes y trece. Porque, al final, el animal que llevo dentro me robó todo y me volvió esclavo de mis pasiones y esa torpeza lo mandó todo a la mierda.
El Nilo parte la ciudad en dos. El taxi cruza el puente del 6 de octubre, rumbo al aeropuerto. Después de cuatro noches en El Cairo, nos marchamos sin ver a nadie bailar con un candelabro en la cabeza. Te miro e intento detener la tristeza. Un camión cargado de gallinas invade nuestro carril sin avisar. El conductor frena, golpea con furia el claxon y maldice. ¿Estás bien?, preguntas. Sí, ¿tú? Sí, ha sido solo un susto.
Y fui dejando perder horizontes, a sabiendas de que no regresarían jamás, y no encontré por ninguna parte los putos ángulos de la tranquilidad. Y ahora otro te verá comer. Yo prefería quitarte la ropa que verte comer, caminar despacio rumbo al faro, escuchar lo que tenías que contarme, ser capaz de detener el tiempo, tumbarme en el suelo y cerrar los ojos, que todo lo que tuviera en las entrañas encontrara su sitio, que los asuntos pendientes se resolvieran. Y prefería besar tus pies que salir a pasear descalzos por la ciudad. Y prefería follarte que besar tus pies.
Cochín frente al Índico. Las barcas regresan a puerto antes del anochecer y los pescadores tienden las redes a secar en pequeñas grúas de bambú ancladas en la bajura. Por toda la ciudad se escucha música de cascabeles, monótona y repetitiva. Un paria pide limosna de rodillas en una esquina del barrio judío. Chicos juegan descalzos al fútbol en un descampado. Cuando uno de ellos marca un gol, los dos equipos corren y gritan de alegría. Nosotros paseamos en silencio, observando a nuestro alrededor con detalle. Cuando hayamos viajado a todos los lugares, tendremos que buscar otra canción, digo, sin saber muy bien por qué. Sonríes sin contestar.
E intenté, te juro que lo intenté, disimular mis defectos: el uso excesivo y constante de los versos demasiado largos que arruinan el ritmo, la escucha continuada de canciones tristes, (Maligno, After crisálida, Come pick me up, Discos de antes, Vanderlyle crybaby geeks…), las multas de tráfico por exceso de velocidad y la lectura de libros inabarcables, mientras me esforzaba, cada día un poco más, en echar de menos cuando no estabas la forma en que caminas.
Sentados en una pIzzería de Vía Tre Re, rodeados de fotografías de Luciano Pavarotti y de Enzo Ferrari. Hace rato que permanecemos en silencio porque no sabemos muy bien de qué hablar. Llueve. Dicen que no hay nada más bello en el mundo que ver la lluvia caer dentro del Panteón. Deberíamos estar en Roma y no aquí, dices de pronto. Los dos sabemos que todo ha terminado.
Ahora sé que ya no puedo hacer nada para que vuelvas, para sentirte tan cerca, tan parte de mí que vuelva a doler cuando te desprendas. Tantas veces me dueles, decías, tantas veces.
Todo es renuncia. Todo es saber perder y mirar el mar durante horas. Atardece en la playa de Jimbaran. Las columnas de humo de las parrillas donde se asará el pescado se elevan al cielo. Los turistas ocupan las primeras mesas que los restaurantes disponen en el arenal. El sol dibuja naranjas en el horizonte en su descenso hacia un poniente recortado cada cinco minutos por un avión que aterriza lentamente en la pista construida sobre el mar. Y yo pienso que, aunque ya no sirva de nada, y aunque ya no haya vuelta atrás y otro te vea comer y a otro le pidas que te lo haga despacio cuando te despiertes con ganas alguna mañana de domingo, el animal que yo llevo dentro te ama a ti.
Semanas después de regresar supe que la casa ya no me pertenecía. Había sido de los dos y ya no era de nadie. Comencé a organizar la mudanza. En lo alto del armario de la habitación encontré, enrollado, el mapa. Seguí tus pasos y lo extendí sobre la mesa del salón. Allí estaban todos los versos de la canción a los que viajamos. Y al que volé yo solo para dar por concluido el plan que imaginaste. Sentí que te lo debía.
Franco Battiato irrumpió en la escena musical española de mediados de los ochenta como un vaquero solitario en el salón del pueblo. Cuando todos pensaban que iba a disparar al pianista, se acercó y le pidió amablemente que lo acompañara para interpretar algunas de las canciones más bellas y originales que se recuerdan. La lista es interminable: Y te vengo a buscar, Mi pobre patria, Nómadas, El animal, La estación de los amores, Perspectiva Nevski, Yo quiero verte danzar… Cuando hubo terminado, dio las gracias al respetable, bajó del escenario y se acercó a la barra donde el camarero limpiaba los vasos con un trapo sucio. Le miró fijamente a los ojos durante unos segundos, pidió un vaso de leche y se sentó en una de las mesas libres a esperar su próxima reencarnación.
https://www.youtube.com/watch?v=WaZmoyAxaKY
Gracias por tu post. Un cordial saludo.